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jueves, 13 de junio de 2013

El arte en la sociedad del conocimiento: esbozos de estética (contemporánea)


1. Las funciones del arte en la historia (1): expresión

Tradicionalmente, y desde el inicio de los tiempos (humanos), el arte -las artes- parecen haber cumplido principalmente dos funciones (sociales). De una parte, han servido y sirven para exponer y expresar las pretensiones, ansiedades y concepciones de un grupo social. De los dominantes, ante todo: puesto que son los que poseen un acceso más amplio y fácil a los recursos, materiales y culturales, que facilitan la expresión artística; y porque, además, tienen el poder social necesario para hacer que su arte sea reconocido como una institución respetable y como un conjunto de prácticas y de productos dotadas de características estéticas (y, por ende, morales, y aun ontológicas) "superiores". Pero también de los grupos sociales dominados: con dificultades, sin reconocimiento social suficiente, lo cierto es que también los grupos sociales dominados han pugnado siempre por expresar sus inquietudes, sus aspiraciones y sus formas de ver la realidad.

Sea como sea, esta función (expresiva, podríamos denominarla) de las formas artísticas parece completamente inherente a la relación de los seres humanos con las mismas: parece imposible imaginar un arte que no exprese -de algún modo- a los seres humanos que lo crean. Y, más en general, a los grupos sociales dentro de los que es creado (y a los contenidos culturales que en los mismos se manejan).

Sin embargo, esta función expresiva difícilmente podría justificar la bondad del arte. O, por mejor decir: su excelsitud. En efecto, si el arte solamente fuera, y hubiese sido a lo largo de la historia del hombre, una mera expresión de los (caprichosos) pensamientos de individuos y de grupos sociales (con las implicaciones, de relativismo y de carencia de verdad -y aun, muchas veces, de sinceridad-, que tal función expresiva siempre conlleva), sin ulterior cualificación, entonces el arte sería algo parecido a -pongamos- los chistes, las costumbres sexuales o gastronómicas, los prejuicios,... En general, sería algo equivalente a cualquier otra expresión cultural: relevante para los participantes en una comunidad dada (en tanto que les proporciona claves para comportarse en el seno de la misma), e interesante para el investigador externo que se aproxima a dicha comunidad (en tanto que le proporciona indicios acerca de las creencias de los miembros y de la estructura social interna de la comunidad); pero, en sí mismas consideradas, carentes de cualquier valor propio y autónomo. Así, por ejemplo, nadie sostendría seriamente que la costumbre de comer con palillos es mejor o peor que la de comer con tenedor. O que el humor de los británicos tiene más valor que el de los nigerianos. Son solamente hechos (culturales) diferentes. Pero indiferentes entre sí, desde el punto de vista valorativo.

2. El valor estético (autónomo) del arte

No es así, empero, como, desde los tiempos modernos (pero ya antes, en algunos aislados y preciosos momentos históricos previos -la Grecia de entre los siglos VI y I a.C. sería el ejemplo paradigmático de tales momentos) juzgamos las formas artísticas. Por el contrario, toda la teoría estética moderna (y, luego, aun con algunas modificaciones, también la contemporánea) está construida sobre la base de que las formas artísticas poseen un valor propio. Vale decir, un valor en tanto que formas. Un valor, pues, que resulta completamente independiente del valor que, tanto desde el punto de vista práctico como teórico, puedan poseer además, en tanto que expresión -como veíamos- de creencias y deseos de individuos y de grupos. Ayer y hoy, desde la modernidad, el arte es contemplado como algo más que mera expresión: es visto como una aportación de valor completamente independiente de su funcionalidad social. De manera que un universo con arte es mejor que uno sin él. Y ello, aun en la (improbable) hipótesis de que las formas artísticas deviniesen, en algún momento y lugar, completamente inútiles, como expresiones, tanto teórica como prácticamente.

(Cabría preguntarse por la fuente de dicho valor autónomo del arte: ¿valor moral, valor existencial, valor epistemológico,...? ¿una combinación de todos ellos? Dejaré ahora esta cuestión -central, no obstante- en la teoría estética- de lado.)

En todo caso, es preciso interrogarse acerca de las razones de que pueda sostenerse tal valoración excelsa, y autónoma, de las formas artísticas.


3. Las funciones del arte en la historia (2): representación

Por otra parte, el arte ha venido siendo -además de expresión- representación: representación de la (pretendida) realidad. Así, una función primigenia de las formas artísticas ha sido proporcionar un canal a la representación de aquellas visiones que acerca de la realidad "externa" tenían los seres humanos: "externa", por contraposición (pretendida) a lo que constituía mera expresión de sí mismos, del propio cuerpo y del propio "espíritu"  de cada ser humano y de cada comunidad de seres humanos.

(No hace falta advertir que, en las concepciones más habituales de lo que resultaba "externo" al ser humano mismo, se incluían no sólo los espacios y seres, vivos e inanimados, del mundo natural, sino también entidades tan dudosas como dioses, espíritus, monstruos, almas y demás. De cualquier modo, la distinción  entre ambas clases de contenidos ciertamente subsistía, pese a todo: una cosa era lo que sentían un ser humano o una comunidad ante -por ejemplo- la muerte; y otra cosa, en principio muy diferente, los orígenes de la presencia del ser humano, o del diablo, en el mundo. Lo primero se entendía como expresión, de pensamientos y emociones, individuales y colectivos. Lo segundo, como representación, de una realidad externa.)

La distinción entre la función (meramente) expresiva y la función (pretendidamente) representativa de las formas artísticas se deja sintetizar -aunque simplificada- en la tradicional contraposición entre formas de arte "lírico" y formas de arte "mitológico". (La épica no es sino una forma específica, políticamente orientada, de mitología.) Un soneto isabelino, una tragedia de Eurípides, una sonata romántica, una pintura barroca, todos ellos son productos de la primera modalidad. En cambio, la Teogonía de Hesíodo (o, para el caso, la Ilíada), un canto chamánico, las pinturas rupestres de Lascaux (presumiblemente) o muchos cuadros de Kandinsky obedecen más bien a la segunda de las modalidades.

(Deberá observarse que la clave de la distinción no estriba en el tema de la obra de arte, allí donde lo tenga, sino en su forma. Más exactamente: en la relación que la forma pretende establecer con "la realidad". Así, en las tragedias de Eurípides -tal vez, a diferencia de Esquilo- o los cuadros de Zurbarán lo que se intenta mostrar, a través de los recursos expresivos utilizados, es un conjunto de sentimientos humanos ante el trágico destino. Mientras que en las pinturas rupestres o en las obras de Kandinsky con pretensiones más representativas -de una cierta "espiritualidad" inmanente al mundo- se busca, a través de esos mismos recursos, mostrar más bien una cierta realidad, hasta entonces oculta o ininteligible para la percepción humana.

Y, por supuesto, hay una gran cantidad de obras de arte -acaso la mayoría- que no pueden ser reconducidas, de manera simplista, a una sola de las funciones sociales expuestas. Nos importa aquí, en todo caso, la existencia de dicha clasificación más que los matices que necesariamente hay que introducir al aplicarla.)


4. Excurso: arte y entretenimiento

Desde luego, las obras de arte -y las formas en las que se estructuran- han sido siempre empleadas, y siguen siéndolo en la actualidad, también para el mero solaz: entretenimiento, diversión, "matar el tiempo", etc. No nos interesa, sin embargo, tampoco esta función, ineludible. Pues, otra vez, ella no podría justificar el especial -y autónomo- valor que otorgamos a las formas artísticas: es claro que la valoración de una obra desde la perspectiva del entretenimiento ha de ser en todo caso una valoración utilitaria: ¿es o no útil, la obra en cuestión, para entretenerse? Y, por ello, el valor de la obra entretenedora dependerá del valor del entretenimiento en sí mismo considerado: será bueno, si entretenerse es una alternativa razonable; no lo será, si resulta ridícula, o inmoral -como, por ejemplo, cuando el entretenimiento del dominado sirve para proteger al dominador. De cualquier forma, el entretenimiento -y el producto artístico entretenido- carecen de cualquier valor autónomo.

5. Arte y ciencia, hoy

Hay que preguntarse, entonces, por qué, y en qué medida, las formas artísticas pueden poseer valor propio. Como decía, la manera tradicional de responder a esta pregunta fue proclamar al arte como el modo de acceso privilegiado (concebido incluso, a veces, con tintes religiosos o esotéricos) a la realidad: a la realidad como totalidad, como conjunto de todo lo que es. Al Ser, pues (al modo parmenídeo). En tanto que trasunto, sensible, de las "formas" conceptuales, que categorizan lo real (que, a su vez, vendría garantizado por su anclaje en la "naturaleza de las cosas" -una "naturaleza" sólida, muchas veces con un respaldo que se pretende metafísico, y aun divino).

Pero hay que preguntarse también si dicha respuesta tiene sentido. Esto es: si lo tiene, hoy en día. Si lo tiene en un mundo (social) en el que el avance en el conocimiento científico acerca de la realidad es el único dato empírico de "progreso" que resulta verdaderamente constatable; y en el que dicho avance es notable, creciente, indiscutible.

En efecto, en una sociedad en la que cada vez tenemos más información contrastada acerca de qué es lo que constituye verdaderamente eso que llamamos "la Realidad", la función representativa del arte ha de declinar, casi obligadamente. Precisamente, porque esa representación de la totalidad, que el arte (amparado en la filosofía, y aun en la metafísica y en la teología) reclamaba para sí, se revela, en su gran mayoría, radicalmente falsa. Y, claro está, porque hoy tenemos ya (y parece previsible que, en el futuro, sigamos teniendo, cada vez en mayor medida) una representación alternativa del universo (incluyendo también al hombre): mucho más convincente.

Veámoslo en algún ejemplo. No hace falta retroceder hasta las fantasías teístas del pasado (por más que algunas organizaciones -las iglesias son el ejemplo más obvio- se empeñen en seguir defendiéndolas, como armas para preservar su poder social), acerca de cómo se creó el planeta tierra, cómo apareció la vida o cómo surgió la especie humana: hoy, todas esas fantasías resultan risibles, a la luz de lo que nos dicen hoy la Cosmología y la Biología evolutiva. Pero, más aún, ocurre que también aquellas otras representaciones --estas, más modernas- acerca del ser humano mismo, de sus anhelos, su constitución y su futuro, sin aparecer como absolutamente falsas, han de ser relativizadas en gran medida por los avances más recientes en ciencias de la conducta y en la investigación sobre la mente. O, en otro orden de cosas, por las investigaciones que antropólogos, sociólogos y economistas vienen realizando, acerca de la forma en la que operan realmente las sociedades humanas.


De este modo, Hesíodo, Aristóteles (en su faceta de cosmólogo) o John Milton han sido "desmentidos"(tómese la expresión con alguna cautela) por la Cosmología y por la Biología. Pero también lo han sido, por lo demás, Charles Dickens, Fiodor DostoievskiEmily Brontë o André Malraux, cuando se trata de elaborar representaciones veraces (que no, simplemente, verosímiles) del psiquismo humano o de la sociedad.

6. ¿Para qué nos sirve, hoy, el arte?

La pregunta, entonces, ha de ser reformulada, en los siguientes términos: ¿para qué puede servir el arte (además de para expresarse, y para entretener -pero, si sólo sirviera para eso...) en una sociedad del conocimiento? ¿En una sociedad, pues, en la que la función representativa, de la realidad total, ha sido ya cubierta, y mucho mejor, por la ciencia?

Podría pensarse que, realmente, para nada. Más exactamente: que tan sólo para expresar la propia mente y/o para entretener a terceros. Que no es poco. Pero tampoco suficiente, si es que el arte debe seguir poseyendo un estatus privilegiado, d entre las manifestaciones culturales humanas. Y, sobre todo, si es que hemos de seguir teniendo determinados criterios de valoración de formas; criterios que resulten independientes de la utilidad social concreta de dichas formas (para entretener, para expresar sentimientos). Y que, en definitiva, promuevan la creación de ciertas formas, "excelentes", en detrimento de las restantes.

7. Arte y fenomenología

Como me parece evidente que la existencia de dichos criterios (estéticos) resulta deseable, desde muchos puntos de vista, pienso que hay que explorar la posibilidad de una respuesta alternativa, más positiva. Una respuesta que, no obstante, no debería resultar complaciente: ni debería conformarse con que el arte entretenga o permita expresar "a uno mismo" (como he dicho, ello no justificaría un valor tan elevado para dicho ente social), ni tampoco seguir viviendo de viejas tesis "representacionistas", completamente periclitadas, a estas alturas de los tiempos y de la sociedad del conocimiento.

Si esto es así, entonces me parece que hay dos respuestas posibles a la pregunta por el sentido del arte hoy. O, mejor, una respuesta doble. Respuesta doble que nos ha de proporcionar, como apuntaba, también un doble conjunto de criterios de valoración estética de las formas que se pretendan artísticas. Dicha doble respuesta es:

1º) Las formas artísticas pueden (y, hoy por hoy, sólo ellas pueden) penetrar en la faceta fenomenológica de la realidad. Como ya indiqué, el arte no es ni puede ser rival para la ciencia, a la hora de representar totalidades y generalidades. Sin embargo, las formas artísticas (sensibles) preservan su capacidad para mostrarnos especímenes fenomenológicos de los eventos, procesos y entes que la ciencia nos muestra en su generalidad y totalidad.

Así, por ejemplo, una descripción de Marcel Proust acerca de los recovecos de la memoria o de los celos es capaz de detenerse en detalles que le resultan inalcanzables al psicólogo. Como también ocurre con la penetración caracterológica que revela un retrato de Oskar Kokoschka. O la inquietud moral y existencial que podemos percibir en un concierto de Krzysztof Penderecki, que logra ir mucho más allá de hasta donde llegan el historiador o el moralista.


Mucho más allá, desde luego, pero solamente en un cierto sentido: en el fenomenológico, precisamente. Pues no esperemos (volveríamos a caer, entonces, en la ilusión "representacionista" propia de la estética tradicional) que el artista nos proporcione conocimientos acerca de la materia de lo real. No, lo único que -en el mejor de los casos- logrará darnos es información sobre los modos en los que los sujetos humanos nos aproximamos a dicha materia. Nuestra percepción de la misma: el phenomenon, no el noumenon, por decirlo en términos kantianos.

2º) Las formas artísticas pueden también (y, otra vez, sólo ellas pueden) explorar la materia misma: quiero decir, el sustrato material (en sentido físico estricto) a partir del cual la realidad natural, psíquica y social está constituida. Así, puede jugar (en el sentido más combinatorio del término) con los elementos y con las estructuras de la materia, para barajar el amplio haz de posibilidades de combinación y de cristalización de dicha materia en formas diferentes. Puede, pues, explorar, y presentar, distintas combinaciones de elementos y diferentes estructuras de diversas modalidades de materia (y energía): de luz, de color, de imagen, de sonidos, de articulaciones verbales,...

De nuevo, en esta exploración formal, el arte no puede ser rival de la ciencia (ni debe pretenderlo): nunca un gran cuadro o una pieza sonora podrán presentar con tanta nitidez la estructura última (vale decir: total) de la materia -de la luz, del color, del sonido, de la percepción visual o sonora- como lo hace la teoría física (o, para el caso de la percepción, la Biología o la Psicología). Pero, por contra, lo que el arte puede es, primero, jugar con las posibilidades de formalización de la materia, yendo más allá de lo realmente existente (esto, en realidad, hoy en día también se hace en algunos ámbitos de la ciencia, aunque el juego artístico sigue siendo -todavía- más libre y más sistemático). Y, sobre todo, lo que puede (y sólo él puede) hacer es elaborar y mostrarnos una cierta "fenomenología de la materia": vale decir, de las formas posibles que la materia puede adoptar. De las formas posibles que la materia puede adoptar, tal y como las mismas son percibidas (por el ser humano, individuos y grupos sociales).


Otra vez, por lo tanto, también en esta segunda función de exploración puramente formal, el arte puede y debe resaltar aquello que le aporta su valor añadido y específico: su capacidad para penetrar en la realidad más intensamente desde el punto de vista del sujeto perceptor, en la medida en que puede mostrarla  -como no puede, ni debe, la ciencia- individualizada en atención a las estructuras de la percepción del sujeto humano. (Estructuras que, en principio, son universales en la especie, aunque su empleo -y, por consiguiente, sus resultados- varían en atención a factores culturales.)

8. Arte y conocimiento: una propuesta de canon estético

Resumiendo, pues, se puede decir que una práctica artística o un producto artístico valiosos (es decir, estéticamente valiosos, con independencia de las funciones expresivas o de entretenimiento -u otras también instrumentales y aún menos confesables que eventualmente pudieran cumplir) es aquél que o bien es capaz de presentar, de un modo suficientemente convincente, un espécimen individualizado (conforme a las categorías de la percepción humana) de algún tipo real de ente, proceso o evento, o bien es capaz de mostrar una posibilidad real y novedosa de combinación formal de la materia.

(En el primer supuesto, "real" quiere decir: 1º) correspondiente a hechos reconocidos y explicados (de forma general y abstracta) por la ciencia; y 2º) mostrado dentro de la categoría de la realidad a la corresponde desde el punto de vista científico.)

En ambos casos, la práctica o el producto artísticos estéticamente valiosos lo son, precisamente, por su aptitud para aportar conocimiento. Cierto es que se tratará de un tipo de conocimiento de características diferentes que el que nos proporciona la ciencia: frente a las explicaciones causales (empleo el término en un sentido amplio) y de índole general -y, por ende, abstracto- de la ciencia, el arte proporciona conocimiento fenoménico, y puras mostraciones (de lo real). De cualquier forma, en condiciones ideales, el uno y el otro deberían ser capaces de coincidir y complementarse.

La propuesta, por consiguiente, es fijar un canon, de valoración estética de las obras de arte (de las obras que se pretendan con valor -artístico- estético propio), que consistirá en preguntarse: ¿cuánto conocimiento,  fenomenológico, sobre tipos reales y/o sobre estructuras formales, en verdad nos aporta la obra? Y, si hace referencia a la realidad, ¿son verdaderamente reales -en el sentido indicado- los tipos que nos presenta? Y si, por el contrario, tiene por objeto únicamente (las formas de) la materia, ¿son novedosos los ejemplares de estructuras formales que nos muestra?

9. Crítica (1): el arte "explicativo"

Acabemos este ensayo destacando algunos corolarios críticos que se derivan, según creo, de las anteriores consideraciones y de la propuesta de canon estético que se acaba de realizar. Si lo sostenido hasta aquí es correcto (esto es, si constituye una propuesta de acción -de praxis artística- que se corresponde suficientemente con las necesidades y aspiraciones del sujeto contemporáneo, que no debería necesitar ya mitos, sino más conocimiento), entonces dos modalidades de arte deberían ser rechazadas, por carentes de valor (estético). Dos modalidades que, sin embargo, mantienen su presencia en las instituciones artísticas presentes.

(Además, ya lo he dicho, descarto también cualquier valor estético de las obras meramente expresivas y de las obras de mero entretenimiento. No hace falta decirlo: una gran obra de arte puede ser, además, expresiva, y/o entretenida. Pero esta no es la cuestión: la cuestión es si, además, es otra cosa.)

La primera de dichas modalidades es la obra explicativa: fiel al viejo canon "representacionista", la obra explicativa pretende proporcionarnos un conocimiento general. Sigue, pues, apegada a la vieja función artística de representar, a través de mitos, "la (pretendida) Realidad". Y lo hace, claro está, prescindiendo de cuanto la evidencia procedente del conocimiento científico nos ha aportado ya. De manera que esa obra "representacionista" no es, en el fondo, más que una mentira: porque nos habla de realidades que no son reales, que son míticas.


Pongamos algún ejemplo: cuando Carlos Reygadas nos narra (en Batalla en el cielo o en Stellet Licht) sus historias sobre dolor, sexo, violencia, drama interior (o, para el caso, Lars von Trier, con las suyas correspondientes), cabe dudar de que dichas narraciones obedezcan a cualquier realidad, que no sea -en el mejor de los casos- la pura expresión de sentimientos de sus autores. No es posible, por ello, encontrar apenas un ápice de verdad, de conocimiento, en tales narraciones. (Por contra, muchas películas, de temática similar, de Ingmar Bergman o de Carl Theodor Dreyer sí que lograr aproximarse de un modo realista a la fenomenología de la desesperación o de la esperanza. Y en ello influyen tanto las tramas como las formas dramáticas y visuales adoptadas en unas y en otras obras.)


Del mismo modo, cuando, hoy, un artista plástico nos presenta el enésimo ejercicio de expresionismo (Julian Schnabel, por ejemplo), deberíamos considerar que las formas distan tanto de resultar novedosas que, en realidad, nada aportan, desde el punto de vista estético.

10. Crítica (2): el arte metafórico

La segunda de las modalidades de arte que habría que rechazar es la (meramente) metafórica. Consiste esta forma de arte en una expresión sensible de ideas abstractas. A diferencia del arte explicativo, aquí no hay prescindencia del conocimiento científico, sino que, antes al contrario, la formalización artística se apoya en él, de forma explícita. Sin embargo, la cuestión es que, pese a ello, una práctica o una obra artística de esta índole carece, en realidad, de cualquier valor como fuente de conocimiento (fenomenológico). Y, por lo tanto, de cualquier valor estético.


Pongamos también aquí un ejemplo concreto. Cuando Cildo Meireles, en su pieza Olvido, agrupa una tienda india confeccionada con billetes y un gran conjunto de huesos rodeándola por todas partes, parece obvio que nos hallamos ante una metáfora acerca del exterminio de los pueblos indígenas americanos a manos de los colonizadores y de las repúblicas criollas que les sucedieron. Lo que cabe preguntarse, sin embargo, es qué es lo que una obra así aporta, a lo que historiadores, antropólogos y politólogos tienen que decirnos (todo ello, más interesante y más complejo). Yo diría que nada. Y, por ello, diría también que esta metáfora puede resultar una brillante obra de propaganda. Mas, en tanto que arte, carece de valor.


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