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domingo, 9 de julio de 2017

David Harrower: Blackbird


"Una: Coming inside me.
What could I have possibly given you
given you that wasn't my twelve-year-old body?
What else could you have wanted?
There was nothing else.

Ray: There was.
For me there was."

Qué duda cabe: uno de los últimos tabúes, uno de los elementos preferidos por los movimientos punitivistas de toda índole como material a partir del cual elaborar y agitar los pánicos morales que constituyen su herramienta propagandística, es la sexualidad de las personas menores. A pesar de estar circundados, desde luego (y como suele suceder), de la mayor de las hipocresías (sexualización publicitaria de la imagen adolescente mediante...), es cierto, en efecto, que los discursos sociales hegemónicos en la materia basculan constantemente entre el miedo a la libertad sexual de la persona adolescente (especialmente, si esa libertad se ejerce de manera "desviada", no ajustada a las normas sociales acerca de "lo sexualmente correcto" -exploración, no obstante tan natural, justamente, en el período de la adolescencia) y el miedo -alternativo, o más bien complementario- que reniega de la agencia de las personas menores en materia sexual, objetificándolas y convirtiéndolas en puras "víctimas" de fantasmáticos "predadores sexuales", adultos (varones) "depravados", mal integrados y -se sostiene -socialmente problemáticos. (Y que, por ello, justificarían -tal es la utilidad ideológica de la construcción discursiva- toda forma de violencia estatal, hasta el  límite, con tal de "proteger a nuestr@s -obsérvese el énfasis en el posesivo- menores"...)

Es evidente (a mí me lo parece, cuando menos) que no cabe aceptar por su valor nominal las afirmaciones contenidas en este género de discursos: es decir, que resulta preciso distinguir cuidadosamente entre las descripciones e interpretaciones pertenecientes al mismo y la realidad criminológica que -se pretende- subyace a la misma. Así, me parece claro que el discurso hegemónico (ansioso, alarmista y represivo) en torno a la sexualidad de las personas menores tiene más que ver con objetivos políticos independientes que con un análisis serio de la problemática político-criminal real: con objetivos, en esencia, de control social. Y de un control social, además, dudosamente legítimo: control sobre la autonomía de las personas menores (pero capaces ya de tomar -con ciertas limitaciones, desde luego- decisiones racionales en el ejercicio y desarrollo de su sexualidad); y control también sobre la sexualidad de las personas adultas que se relacionan con menores, disciplinando su relación y su deseo, forzándoles a "mantenerse en la línea" de las "personas decentes", de la ética sexual pequeño-burguesa (cuando menos, en su presentación pública). Todo ello, además, también con objetivos de control social global de las masas populares, dentro un régimen político -el demoliberal- en el que se pretende fundar la legitimidad política directamente en el "respaldo popular", entendido como opinión pública (mediáticamente condicionada), por lo que la manipulación de la misma resulta fundamental.

Todo lo anterior no pretende, por supuesto, negar ni trivializar la realidad de la existencia de un problema grave -gravísimo, diría yo- de abuso sexual hacia las personas menores. Antes al contrario, justamente lo que hay que denunciar es que el discurso hegemónico sirve, entre otras cosas, también para desviar la atención del lugar o lugares donde el auténtico abuso sexual de niñ@s y adolescentes tiene lugar habitualmente, y en casi completa impunidad: dentro de la familia, principalmente, a manos de los padres, y también en otros espacios (centros de acogida, de internamiento, etc.) en los que las personas menores están sometidas de forma permanente al poder social de personas adultas (varones esencialmente, pero también mujeres -que no aparecen como autoras, pero sí como partícipes en los delitos cometidos). Hablar, en efecto, de "depravados", de "depredadores sexuales", de sujetos peligrosos, pero extraños a la comunidad, en definitiva, sirve perfectamente al objetivo de no poner en cuestión las estructuras de poder (sexista y patriarcal) que rigen en el seno de nuestras "honradas familias tradicionales", allí donde el abuso puede proliferar, a causa de la desigualdad de poder, del sexismo y de la indefensión.

Entre tanta hipocresía y tanto discurso moralizador (disciplinario) y atemorizador, resulta refrescante enfrentarse a una obra como Blackbird, leerla y verla representada. Pues, en efecto, el drama que ha elaborado David Harrower contribuye, cuando menos, a poner de manifiesto el modo en el que las categorías propias del discurso hegemónico en materia de sexualidad adolescente resultan antes construcciones socioculturales apropiadas a las necesidades del control social que descripciones precisas de una realidad que, necesariamente, ha de ser vista como polifacética (sexualidad + adolescencia = ambigüedad).

En la obra, la contraposición principal (el motivo de la evolución dramática de la historia representada) es una de designaciones: ¿una víctima (engañada, abusada) o simplemente una adolescente enamorada? ¿un "pederasta" o simplemente un varón (desorientado, solitario, sí, pero) que entabló una relación sexual y afectiva que, simplemente, la mentalidad dominante consideraba "inapropiada" ("indecente", en suma)?

En el caso de en cuestión, la justicia penal, haciéndose eco del discurso hegemónico, ha dictado ya su veredicto: víctima y abusador, niña inocente y varón pervertido. Etiquetas que han sido grabadas a fuego (con prisión, con maltratos, con estigmatización, con marginación social) en ambas partes de la interacción sexual y emocional que tuvo lugar, tiempo atrás, entre Una y Ray, víctima y delincuente. Ambos fueron etiquetados, ambos fueron fijados en un determinado rol, con unas expectativas de comportamiento en cada uno: la víctima,digna de compasión, desde luego, pero también sospechosa de connivencia o de no sentir lo suficiente lo vergonzoso que fue lo ocurrido; el autor, un despojo de la sociedad, que tiene que volver a ganarse su derecho a ser tratado como una persona (respetable). En ambos casos, cualquier transgresión, en su comportamiento, de dichas expectativas, sería castigada: con nuevas penas o, cuando menos, con el ostracismo social...

Pero Uma y Ray, los personajes de Blackbird, se revuelven en contra de tales dictados. Después de años de haber asumido -aparentemente, de forma sumisa- sus respectivos roles de víctima y de delincuente, en el fondo de su mente continúan poniendo en cuestión la adecuación de los mismos. Siguen apegados a sus viejas emociones y recuerdos, al antiguo atractivo sexual. A la necesidad de creer que lo que sucedió entre ellos no se deja etiquetar tan fácilmente como un abuso, como una pura relación de poder. Que la desigualdad de poder entre el adulto y la adolescente (que sin duda existió: en cuanto a conocimiento del mundo, en cuanto a posibilidades de acción y de imaginar alternativas) se vio compensada -en parte, cuando menos- por la intensidad de las emociones (deseo sexual, ternura, ilusión de construirse otra vida distinta, una vida juntos) que los dos sujetos -sujetos- experimentaban. Una intensidad que les aproximaba en cuanto a "irracionalidad" (desde un punto de vista instrumental) y amoralidad.

Y, al reencontrarse (azuzados por la insatisfacción ante los roles que les han sido asignados), el desnudo y crudísimo diálogo entre ambos constituye el camino hacia el reconocimiento de la verdad: no sólo de la verdad (fáctica) de los sucedido en aquellos febriles días de sexo, deseo e ilusión, que tan mal acabaron. Sino, además (y, acaso, sobre todo), del hecho -finalmente aceptado por ambos- de que lo suyo fue (también) una relación emocional, no únicamente una práctica de poder del uno sobre la otra.

La obra versa, así, sobre el reconocimiento y sobre la dicotomía entre los procesos sociales de etiquetado de las interacciones humanas (sexuales y afectivas, en este caso) y las experiencias interiores de los agentes de dichas interacciones. Sobra la divergencia entre ambos lenguajes: el de la imputación de responsabilidad moral (y jurídica), frente al de la experiencia introspectiva (fenomenológica) de la acción y de la interacción. Sobre la dificultad (¿imposibilidad?) para traducir del uno al otro, y viceversa.

Por supuesto, si es que se tratase -dudosamente- de extraer moralejas del drama, apenas podría darse sin más por suficiente la conclusión relativista que cabría inferir, de que no resulta posible valoración alguna que pueda considerarse intersubjetivamente válida (ni, por consiguiente, reacción alguna ante tal situación que sea justificable), a la vista de tanta ambigüedad. Puesto que, simplemente, esto no es cierto: del hecho de que alguien disfrute de una experiencia no se deduce, sin más, la moralidad de la misma. Así, en el caso de la sexualidad de las personas menores, es evidente que tiene que haber límites a lo que, aun concurriendo un consentimiento fáctico (pero, a veces, claramente irracional, por falta de conocimiento suficiente, o por manipulación, a causa de la desigualdad de poder), puede considerarse moralmente aceptable (y, por ende, susceptible de ser jurídicamente permitido).

Pero, siendo esto cierto, también lo es que historias como esta tienen que recordarnos la necesidad de poner siempre en cuestión las etiquetas socialmente asignadas: obligando a argumentar y a motivar la racionalidad de los procesos de atribución de las mismas. Y, mucho más importante, la necesidad de poner sistemáticamente en duda (imponiendo la carga de la motivación a quien pretenda reafirmarse en la propuesta) la corrección de cualquier consecuencia normativa (en el plano moral, pero -todavía más- también si se trata de acordar reacciones sociales o estatales coercitivas o represivas) que pretenda fundarse, sin ulterior justificación, en tales etiquetas.

En estos casos, conviene recordar que, cuando se trata de valorar y de calificar interacciones humanas (más aún, si son interacciones emocionales y/o sexuales), casi nada -más allá de los supuestos más burdos- resulta fácil de interpretar, porque los matices importan, y mucho. Y que, cuando dichos matices se ignoran, es porque el interés que subyace a la acción coercitiva es más el de ejercer poder y controlar a un grupo de población que el de velar por su bienestar. Que el paternalismo, en suma (incluso el paternalismo justificable, como el que a veces puede ejercerse con las personas menores), no lo excusa todo, sino que, antes al contrario, demanda en todo caso de una motivación muy cuidadosa y de una reacción muy prudente para que pueda darse por moralmente aceptable.

Y que, por consiguiente, no existe forma racional de negar que muchas relaciones emocionales y/o sexuales entre menores y personas adultas deberían seguir formando parte del espacio de configuración de la autonomía de cada individuo (también de las personas menores), en vez de haberse convertido en uno de los pretextos favoritos para escandalizarse, para construir pánicos morales y para disculpar reacciones sociales y políticas estatales injustificablemente represivas y abiertamente irrespetuosas con la autonomía individual y con el pluralismo moral.


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