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miércoles, 21 de junio de 2017

The Lost City of Z (James Gray, 2016)


El cine de James Gray siempre ha versado principalmente acerca de un ramillete de temas que podríamos agrupar bajo el lema de la aventura como experiencia interior, y sus fantasmas. En efecto, tanto en el marco de dramas policiales y familiares como en de sus dramas amorosos, las películas de Gray han prestado siempre particular atención (y, en ello, las elecciones formales del director, a la hora de componer y combinar planos, han constituido un factor esencial) al impacto psíquico, sobre las emociones y sobre el imaginario, de las atrevidas experiencias (crimen, culpa y redención, amor y abandono, etc.) que sus personajes protagonistas experimentan: a la desolación y al éxtasis ocasionados por las mismas.

En este sentido, The Lost City of Z constituye, sin duda alguna, una cierta radicalización del enfoque estético del cineasta. (Sin llegar, no obstante, al extremo: los imperativos comerciales, para un director que, a pesar de su excelencia estética, pretende aún subsistir dentro de los márgenes del cine convencional, siguen marcando límites imperativos a las formas de representar y de mostrar que se consideran admisibles...) Radicalización, porque ahora la naturaleza de la aventura resulta explícita: porque, por decirlo así, en la  historia narrada se produce una aproximación máxima entre aquello que es objeto de la trama externa de la narración y lo que, en realidad, es se convierte en foco central de la narración; entre el viaje exterior (hacia esa "Ciudad Perdida de Z" que titula la película) y el "viaje interior", la experiencia psíquica, emocional e imaginaria, que el viaje -en las condiciones y con las motivaciones del protagonista- conlleva.

La película transita, así, entre dos modos de representación bastante diferentes, que la desequilibran notablemente. De una parte, importantes fragmentos de la misma (esencialmente, aquellos que transcurren fuera de la selva: en la Inglaterra burguesa, rígidamente clasista, conservadora y patriarcal de principios del siglo XX, cuya cosmovisión empieza -a la par que su dominación- a verse puesta en cuestión, o durante la primera guerra mundial) se mantienen anclados en la tradición del género del biopic, en su sucesión de escenas dramáticas "intensas", tópica representación del combate del héroe por su verdad y su causa.

En cambio, maneras muy diferentes se adoptan para narrar las vicisitudes de Percy Fawcett (Charlie Hunnam) y de sus diversos compañeros de expediciones en la selva amazónica. Aquí, la representación de la aventura pone su énfasis ante todo en la atención a la experiencia mental: antes que en los acontecimientos físicos extraordinarios (también presentes, desde luego, en algunas escenas que necesariamente han de evocar los tópicos temáticos convencionales propios del género del cine de aventuras exóticas), pues, en el descubrimiento de nuevas realidades, y de nuevos modos de percibirla y de interpretarla. Aventura como experiencia: viajar, abismarse, perderse, como formas de (realmente) encontrarse.

En estas partes, por lo tanto, la película transcurre como una suerte de sucesión de ensueños (visitas a tribus, a ruinas, a espacios naturales jamás hollados anteriormente por occidentales,...), en los que los personajes se sumergen, sometiendo así a una tensión esencial a su psiquismo, que se debate entre la natural ansia de preservar su propia identidad (y, con ello, su sensación de seguridad) y la tentación de dejarse arrastrar por las nuevas experiencias y sus promesas de descubrimiento y de revelación.

Al cabo, desde luego, el dilema no tiene (dentro de la narración, cuando menos) solución alguna: nunca sabremos si Fawcett descubrió -en su última expedición, aquella en la que desapareció- aquello que había ido a buscar a la selva. ¿Una ciudad, una perspectiva novedosa acerca de la existencia,... una pura y vana ilusión? Quién sabe, qué importa: navigare necesse est; vivere non est necesse.




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