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jueves, 2 de febrero de 2017

The young Pope (Paolo Sorrentino, 2016)


Intentémoslo por un solo instante, hagamos un esfuerzo -ímprobo- de imaginación: intentemos imaginar que la iglesia católica fuese algo más que una estructura de poder (ideológico). Imaginemos que quienes llegan a liderarla fuesen unos líderes políticamente inocentes, incapaces y poco dispuestos para los juegos de poder de las élites (a los que, de hecho, se dedican de forma habitual todos los líderes religiosos). Que, por el contrario, se tratase de individuos que, sin caerse del guindo, estuviesen animados por una verdadera fe en aquellas creencias y reglas morales que predican, dispuestos a hacerlas valer a toda costa, dentro y fuera de la iglesia. ¿Qué es lo que ocurriría entonces, con ellos y con la iglesia misma?

The young Pope resulta ser, justamente, una (tenue) exploración de este universo alternativo que acabo de evocar: por razones azarosas (¿acaso por verdadero influjo del Espíritu Santo?), un papa joven, convencido y poco acostumbrado y aficionado a la politiquería usual en la iglesia llega al poder. Se enfrenta con las estructuras burocráticas vaticanas. Pero no para imponer una buena nueva, adaptada al mundo moderno, sino las (más bien carpetovetónicas y disparatadas) creencias y reglas morales tradicionales de la iglesia: con verdadero entusiasmo, con verdadera fe, sin parar mientes en las consecuencias reales (vale decir, sociales y culturales) de tal forma de actuar (al fin y al cabo, la iglesia, de hecho, es ante todo y sobre todo una estructura de poder y sus estrategias y formas de acción no tienen sólo un efecto "espiritual", sino uno -mucho más relevante- muy material, sobre el poder y los poderosos, sobre su legitimidad y sobre la obediencia de las masas).

El resultado es, claro está, revolucionario: burócratas desorientados, líderes políticos y eclesiales buscando acomodo ante la nueva situación, y fracasando en ello, una feligresía sorprendida y que apenas comprende. Y un papa solitario y triste. Perdido. Que, como todo sacerdote que se ha dedicado intensamente a su tarea, ha llevado una vida extraña, muy distante de la de la mayoría de las personas del mundo actual y que, por ello, aunque comprende bien algunos de sus anhelos y miedos (universales, al fin y al cabo), es incapaz de entender y disculpar sus reacciones -tantas veces estúpidas- ante ellos. Un papa que se esconde de la gente, porque cree que así sirve mejor a su dios. Un dios al que ni ve ni siente, pero en quien cree firmemente: o, cuando menos, cree en lo que concibe como sus mandatos revelados.

Un papa que acaba por descubrir que, en realidad, lo único que es capaz de dar a l@s demás (a "sus fieles") es su propia humanidad: sus sentimientos más íntimos, en tanto que ser humano, de pérdida, nostalgia, apertura hacia el otro, dudas, tristeza, soledad,... Todo aquello, en fin, que nos hace humanos. Que sólo cuando es capaz, al fin, de transmitir todos estos sentimientos que le embargan a su público recibe la cordial respuesta de éste, tan frío siempre cuando le recordaba, con tono adecuadamente autoritario, lo que debían creer, lo que debían hacer (y, sobre todo, lo que no debían).

En el fondo, pues, The young Pope es la narración de un fracaso: un fracaso estrepitoso (al cabo, cuando el joven papa muere, el mundo no es ni siquiera una pizca más cristiano y la iglesia no ha dejado de ser lo que siempre, desde el momento de la consolidación de su poder político en el siglo IV), sin duda alguna; pero, también, un fracaso profundamente humano, por cuanto retrata a un ser humano que, hondamente convencido, intenta imponer su modelo de vida buena a un mundo y a una organización que no están dispuestos a escucharle, aunque sí a respetar su sinceridad y su pasión por lo que hace, dice e intenta lograr.

Todo ello, narrado, claro está, en el característico estilo ampuloso del director y guionista de la serie, Paolo Sorrentino. Con todo el abuso, tan habitual en él, de escenas construidas (en términos escenográficos, pero también de composición visual) con la neta intención de producir un efecto de impacto sobre el/la espectador(a). (Efecto que, en la práctica, produce ante todo y sobre todo una sensación de extrañamiento, que impide -o, cuando menos, dificulta- cualquier forma de identificación espectatorial con los personajes, que son observados de este modo en todo momento como seres ajenos, objetos de nuestra curiosidad y pulsión escópica; no, pues, como nuestros congéneres, dotados de personalidad, sino meras representaciones, piezas de un discurso (narrativo) ante el que nos mantendremos siempre distantes. Se produce así notable contraste entre la calidez de la historia narrada (que trata, en el fondo, sobre anhelos, esperanzas, decepciones y tristezas) y la frialdad de su puesta en forma audiovisual. (En este sentido, resulta también notable el empleo de una música extradiegética -rock, en muy buena medida- que parece contribuir principalmente a reforzar en la narración un tono fríamente irónico acerca de los empeños de sus personajes.)




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