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miércoles, 8 de febrero de 2017

Mario Diament: Tierra del fuego


En el fondo, Tierra del fuego versa acerca de la inveterada e irreprimible curiosidad humana, sobre su constante necesidad de conocer. Aquí, la víctima de un ataque terrorista se siente incapaz de conformarse con su condición (socialmente reconocida, y prestigiada) de víctima: no puede dar por buena toda la mitología (antiterrorista) que pretende aislar a los perpetradores (presentados como "monstruos") de sus víctimas, y de todos los terceros que -inocentes o no- han contribuido a que el acto homicida, dotado de fines políticos, tuviera lugar. Yael, la protagonista de la obra, necesita saber: comprender cómo y por qué sucedió lo que (a ella le) sucedió.

No le basta con sentirse una heroína (según reza el discurso oficial). Con execrar al asesino. Necesita convertir todo aquello que a ella le ha ocurrido en algo mucho más personal, para otorgarle un sentido, más allá del arbitrario azar que provocó que fuera ella quien iba aquel día en aquel avión atacado.

Esta necesidad de conocer y de comprender de Yael se verá enfrentada a todo cuando le rodea: un universo social que abiertamente prefiere la mitología al conocimiento, sobre temas que (como el del "terrorismo"), de revelarse en toda su hondura, prometen resultar amenazadores para la ideología dominante. Se enfrentará, así, al propio medio en el que vive, que prefiere una víctima sumisa que asuma plenamente su rol a una que, como Yael, lo ponga en cuestión y lo interrogue. Pero también habrá de afrontar el hecho de que el perpetrador (Hazzan) y sus correligionarios lo que, en el fondo, pretenden es arrastrarla a su terreno: hacerla disculpar lo que un día sucedió, aquella violación de derechos humanos que sufrió en sus carnes, con la excusa de que otr@s much@s han sufrido y siguen sufriendo tanto o más que ella. Con el argumento de que ella pertenece a un "vosotr@s", colectivo, que estaría -colectivamente- abusando de "nosotr@s".

La batalla de Yael, entonces, consistirá en disolver todos estos mitos. En quebrantar la frontera erigida entre autor y víctima, ambos humanos, ambos arrastrados a su condición de manera poco autónoma, por las circunstancias políticas... por el poder. Pero también en poner en cuestión la mitología en torno a unos los sujetos políticos colectivos hipostasiados, en nombre de los cuales se pretendería justificar toda inmoralidad imaginable e instrumentalmente necesaria ("Salus populi suprema lex esto").

Al cabo, Yael es -se convierte en- un sujeto autónomo: alguien capaz de asumir su propia responsabilidad (de reconocer que no es completamente inocente de los sufrimientos del Otro -el palestino, el enemigo, el "terrorista"), pero también alguien que reclama su condición de sujeto. De individuo capaz de adoptar decisiones, que posee su propio valor moral independiente y que no puede ser reducido a ser considerado como "israelí", "judía", "opresora", etc.

Al cabo, entonces, lo que Tierra del fuego viene a narrar (más allá del banal tópico de que "todas las injusticias están -de alguna manera- encadenadas) es que cabe resistirse a la ideología del victimismo, del nacionalismo, del chovinismo y de la inocencia. Que nuestra propia condición (de animales curiosos, capaces de comprensión y de racionalidad, aun si es limitada) reclama que derribemos tales ídolos, esos clavos ardiendo, que, aunque parezcan protegernos, en realidad nos dejan expuestos a ser manipulad@s siempre desde el poder, en la medida en que ello sea útil. Mientras, en el fondo, ese poder se ríe de nuestra más profunda humanidad, tanto o más que de la de aquellos ("terroristas") que han sido estigmatizados y apartados de la sociedad, para que no reconozcamos en su mirada nuestra propia -y confundida- mirada.

Tierra del fuego nos dice, entonces, que no existe ninguna dignidad en ser (en vivir como) víctima. Que sólo cuando, más allá del victimismo, recuperamos nuestra conflictiva condición de agentes de un conflicto con el Otro (el "terrorista"), tenemos alguna oportunidad de volver a ser dignos. Porque únicamente en tales condiciones podemos alcanzar (recuperar) nuestra autonomía, dejar de ser meros peleles, piezas de una política que ni entendemos ni nos estima.


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