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lunes, 19 de diciembre de 2016

Nocturnal animals (Tom Ford, 2016)


Viendo el otro día Nocturnal animals, en seguida recordé Carol, la película de Todd Haynes del año pasado. Pues, a pesar de las muy obvias diferencias entre ambas películas (tanto en la concepción del mundo que exponen como en las formas audiovisuales que emplean para hacerlo), lo cierto es que comparten, no obstante, cuando menos dos características: su opción por la adscripción genérica al campo del melodrama, pero, al tiempo, también su condición de obras de género extremadamente formalistas y autoconscientes.

En efecto, Nocturnal animals se construye -como lo hacía Carol- de manera completamente obvia en torno a la conocida retórica melodramática de la rememoración del trauma pasado, de la frustración del deseo y de la melancolía a la que ello da lugar. Así, la estructura dramática de la película se articula sobre la base de la interacción entre dos tiempos: el tiempo del deseo (frustrado) y el tiempo de la melancolía originada por dicho trauma. Y su caracterización formal obedece igualmente a tal dialéctica: una composición y combinación de planos que pretenden transmitir la sensación de asfixia y desesperación, de una parte, mientras que, de la otra, el tiempo pasado -el tiempo del deseo- es representado desde la perspectiva del observador (la observadora) ensoñadora, que rememora Nory se emociona por aquel tiempo perdido.

Hasta aquí, entonces, Nocturnal animals no resultaría ser sino la enésima manifestación del género melodramático: un ejemplar más fruto de la obsesión posmoderna por jugar con la transtextualidad y sus combinaciones, por reescribir los géneros y los tópicos de la tradición cinematográfica. Y un ejemplar, además, no particularmente distinguido, en la medida en que (a diferencia de lo que ocurría con Carol) aquí lo que se representa resulta más bien banal, está tratado de manera más bien superficial y, además, ha sido formalizado con un exceso de complacencia esteticista en la "belleza" -en el sentido más kitsch del término- y en la trascendencia de sus imágenes.

¿Qué es lo que, entonces, aporta la película de novedoso? En realidad, hay que decir que lo que añade a la tradición del melodrama procede principalmente de su trama. O, más exactamente, de la manera en la que una parte particularmente significativa de la trama es narrada.

La trama de la historia, desde luego, es heredada, en muy buena medida, de la novela en la que la película se basa (Tony and Susan, de Austin Wright). Sin embargo, es aportación propia de Tom Ford, en su doble condición de guionista y de director de la película, la de insertar, dentro de la estructura melodramática de partida, un juego de espejos triple; un tercer nivel de realidad: el de la realidad imaginada. Así, en efecto, la narración de Nocturnal animals transcurre verdaderamente en tres niveles distintos de realidad: en la realidad del presente de la historia (el tiempo de la melancolía), en la realidad del pasado mítico (el tiempo de la frustración); pero, además, también en la realidad imaginaria. En una fantasía sustitutoria que Tony (un como siempre magnífico Jake Gyllenhaal) elabora, como mecanismo (narrativo) para sublimar la frustración (su propia frustración, distinta, pero paralela a la de Susan -Amy Adams).

De este modo, lo que en verdad narra Nocturnal animals (lo que más interés posee realmente en dicha narración) es una suerte de venganza de Tony (paralela a la venganza imaginaria de Edward, el personaje que Tony imagina). Pero -y he aquí la originalidad- una venganza que consiste en reelaborar el imaginario de Susan, obligándola a incorporar a su universo mental una fantasía de violencia y destrucción, emocionalmente devastadora. A añadir, así, merced al efecto emocional de la ficción narrativa, a su memoria el recuerdo traumático que Tony tiene de cuanto, en el pasado, aconteció entre ellos.


Es, pues, en esta interacción (no sólo entre las emociones del presente y pasado rememorado, sino, además) entre la propia memoria y la memoria (ficcionalizada) del otro donde se halla lo más relevante de este melodrama: en el impacto que el diálogo entre memorias y entre emociones produce sobre el sujeto melancólico del melodrama tradicional. Un diálogo que, además, en virtud de la naturaleza ("meramente") imaginaria de la herramienta que se emplea para la comunicación, parecería impedir cualquier impostura: parece, en efecto, que la historia que narra la novela que Tony ha escrito representa el signo sincero del trauma de Tony.

¿O no? Pues, en verdad, el acto de Tony de dirigirse a Susan y confiarle su novela podría resultar mucho más ambiguo de lo que en principio aparenta: podría ser un acto de sinceridad (tal y como Susan inicialmente interpreta), pero también uno de sibilina venganza; un empleo de la narratividad antes con propósitos perlocutivos (causar un efecto sobre la lectora) que ilocutivos (expresar algo propio del emisor). La venganza de un sujeto que -como ocurre con el personaje de Tony- se reconoce frágil, incapaz de afrontar, como se supone que debe, la crueldad de nuestro mundo. Y que, por ello, lo único que puede hacer, más allá del grito, es forzar a aquellos que -como Susan- pretenden ser sujetos "normales" (integrados, adaptados y capaces de sobrevivir entre dicha crueldad) a reconocer todo el dolor con el que conviven y que contribuyen a desarrollar y transmitir, a sí mismos y a l@s demás. La lágrima de Susan, en la escena final de la película, podría ser, entonces, tanto un resultado como una esperanza.




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