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lunes, 9 de mayo de 2016

Umimachi diary (=Nuestra hermana pequeña) (Hirokazu Kore-Eda, 2015)


Hirokazu Kore-Eda viene mostrando, a lo largo de su carrera como director, una muy consistente trayectoria, tanto en en el plano temático como en el formal. En el primer aspecto, por su manifiesto y concentrado interés por el impacto que sobre los afectos (y, en última instancia, sobre los procesos de subjetivación de los individuos) poseen esa extraña especie de relaciones sociales que son las relaciones familiares: atravesadas tan intensamente, a un mismo tiempo, por las prácticas de poder (sexismo, heterosexismo, patriarcado, individualismo posesivo,...), pero también por las emociones. Y, en el aspecto formal, debido a su constante ejercitación en una estética de la contención retórica, en la que temas que parecerían reclamar -conforme al canon estético dominante- una puesta en forma audiovisual extremadamente prominente (una retórica del melodrama, en suma), en cambio, son abordados y formalizados a través de unas formas que centran su atención antes en las micro-reacciones (emocionales) que en cualquier intento grandioso de atribuir sentido (dramático) a lo que ocurre dentro de la trama.

En este sentido, Umimachi diary constituye un ejemplo más, y excelso, de esta doble caracterización -temática y formal- de su cine. En efecto, la película se concentra de manera exclusiva y excluyente en las repercusiones que en la vida cotidiana de sus cuatro hermanas protagonistas conllevan los efectos emocionales de una realidad muy material: un padre que, aunque se presume superficialmente afectuoso, sin embargo, transitó constantemente, hasta el día de su muerte, a través de un regular patrón de conducta, de alergia al compromiso y de abandono, en relación con las mujeres de su vida (sus parejas y sus hijas).

Se presta, así, atención a los pequeños detalles en los que dicho efecto emocional se plasma en la vida diaria de las hermanas. Al específico curso causal, en suma, a través del que las relaciones de poder acaban por incidir sobre los procesos de subjetivación (y, en su virtud, en las praxis cotidianas que tod@s ejercitamos) a través del doble mecanismo causal de la configuración de nuestro universo emocional y de la estructuración de nuestra memoria. Al tiempo, sin embargo, se pone de manifiesto también cómo esa innegable e inevitable incidencia causal puede ser (y, de hecho, es siempre, también de forma inexorable) recibida, reelaborada y manejada por parte del propio sujeto, que tiene siempre (limitado) acceso a su propia subjetividad, a reflexionar sobre ella y, por consiguiente, también a la posibilidad de alterarla, en cierta medida (cuando menos, por la posibilidad de alterar el sentido de la misma para sí).

Todo ello, como decía, sin "levantar la voz" en ningún momento: limitándose a dejarnos ver, siguiendo a cada una de las hermanas, en sus pequeñas vicisitudes de cada día. Nada grave, nada evidentemente "importante" les ocurre: asuntos de trabajo, la relación con sus parejas o las personas a quienes desean o por quienes son deseadas, la comunicación y el afecto entre las hermanas, los recuerdos del pasado, problemas domésticos,... Pero, en todos y cada uno de esos asuntos y problemas, algo de aquel impacto emocional, algo de aquella memoria, constituyen, ineluctablemente (para bien o para mal), una parte de los recursos psíquicos con los que los personajes están abocados a abordarlos. Y ello queda patente en pequeños gestos actorales, en algunas palabras de los diálogos, en silencios. En escenas (muy contenidas desde el punto de vista dramático) en las que el director opta por componer planos (preferentemente cerrados) que atiendan antes a esos detalles que a ningún intento genérico y (pretendidamente) grandioso de otorgar un sentido global a la narración.

Me parece claro: estamos necesitando, sí, y mucho, a más directores como Kore-Eda. Directores capaces de, a través de sus precisas técnicas de formalización audiovisual, penetrar en la estructura subyacente a la realidad. A esa realidad que, de tan cotidiana que resulta, demasiadas veces ni siquiera nos parece (¡a causa de nuestra estulticia y de nuestra contemporánea soberbia!) digna de figurar en nuestras narraciones. Y que, sin embargo, es de lo más real, entre eso que llamamos "realidad": un aspecto insustituible (el aspecto micro-social) de cualquier descripción atinada del mundo social en el que habitamos, cuando menos.

(En cambio, acaso no estemos necesitando ya a tantos director@s dispuestos a compartir con nosotr@s su visión global sobre el sentido de la vida, del universo o de nuestra sociedad. Porque, en realidad, pocos de ell@s, entre nuestros contemporáne@s, alcanzan la talla de un Ingmar Bergman o un Andrei Tarkovsky. Y porque demasiadas veces dicho intento de compartir una visión global, "grandiosa", acaba por justificar -o así se pretende- el engolamiento expresivo. Más Kore-Eda, pues; y menos -por poner un caso célebre- González Iñárritu: tal podría ser un buen lema para un manifiesto de renovación del cine contemporáneo que se pretenda, a la vez, narrativo e inquieto.)




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