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miércoles, 17 de febrero de 2016

The hateful eight (Quentin Tarantino, 2015)


Al cabo de los años, uno se aproxima siempre a la nueva película de Quentin Tarantino con unas expectativas muy determinadas, dada la trayectoria pasada del director: uno espera largos y sustanciosos diálogos, planos efectistas, personajes hieráticos, violencia, manipulaciones temporales de la narración, sentido del humor,...

Todo ello está, qué duda cabe, otra vez en The hateful eight. Más aún, cabría decir que en ella Tarantino llega a presentarnos un auténtico tour de force, un verdadero compendio de los materiales, temáticos y formales, con los que viene construyendo su cine. Pues ocurre que la elección de una situación dramática de encierro en un espacio limitado vuelve mucho más evidente la medida en la que su cine se apoya (de manera reiterada una y otra vez, prácticamente inagotable, tanto entre diferentes películas como entre distintas escenas de una sola) en dichos materiales, en tales recursos.

La pregunta que, no obstante, conviene hacerse (si uno es capaz de resistirse, y no dejarse arrastrar por la brillante manipulación de la trama, de los personajes y del espacio que el director acomete con vigor) es la de cuál es, en realidad, el sentido último de ese empleo -reiterado, masivo, agotador- de dichos recursos. O, expresado en otros términos, cuál es la razón por la que un(a) espectador(a) (y en este caso entiendo que la cuestión de género sí que resulta decisiva) debería querer ver una de sus películas. Esta película.

En efecto, ¿de dónde obtiene, en realidad, el/la espectador(a) del cine de Tarantino su placer? ¿Se trata tan sólo del efecto catártico que produce la reiteración de escenas violentas? ¿O únicamente su recurso a la estética del pastiche, a revisitar -y revisar- los géneros canónicos del cine clásico norteamericano, con estilo desprejuiciado, irrespetuoso?

Cabe dudarlo: multitud de imitadores del director norteamericano han recurrido a escenas semejantes, a brutales explosiones de violencia, a representar en la pantalla aquello que las convenciones habituales del cine comercial no era aceptable (la degradación de los cuerpos de las víctimas de la violencia, su troceamiento). Y rara vez han logrado un efecto y provocar una impresión (y un placer estético) comparable al que Tarantino logra de manera habitual. (Recuerdo penosos intentos en este sentido de directores como Oliver Stone -Natural born killers, Savages-, Dominic Sena -Kalifornia-, Tony Scott -True romance-,...)

Del mismo modo, el uso -y abuso- del pastiche, la mixtura genérica y la revisitación en todos los tonos imaginables (irónico, icónico, historicista,...) no pueden ser consideradas, en absoluto, características particulares del director, sino de toda una generación (en realidad, ya de varias) de director@s norteamerican@s (y también europe@s).

No, en realidad, creo que Stanley Kubrick dio en el clavo a la hora de precisar en dónde estriba precisamente el atractivo del cine de Tarantino (leo su comentario al respecto en el nº 462 -enero 2016- de Dirigido por...): se trata ante todo de una cuestión de ritmo. De cómo están formalizadas sus escenas: qué medida tienen sus planos, cómo de proporcionado resulta el montaje, cómo interactua la composición visual de sus películas con la notoria banda de sonido (tanto en la parte de diálogos como en la de música extradiegética).

Y es que, en efecto, si algo destaca en el estilo cinematográfico del director es su capacidad para formalizar de manera perfectamente medida aun las escenas más disparatadas (desde un punto de vista argumental). Hasta el punto de que los disparates (que, sin duda, lo son) funcionan, y muy bien, dentro del curso ininterrumpido de la narración. Aunque, luego, al finalizar la película, reflexionando sobre ella, descubramos que verdaderamente no hemos contemplado sino nimiedades. Pero unas nimiedades perfectamente enunciadas, puestas en forma audiovisual.

En este sentido, probablemente sea The hateful eight el ejemplo más señero de este radical formalismo (y manierismo) del cine de Tarantino. Acaso, en parte, por el mero hecho de que sus ya habituales tramas de venganza no pueden sorprendernos, a estas alturas. O porque, como antes apuntaba, la decisión de encerrar casi toda la narración en un espacio cerrado hace que el tour de force resulte todavía más evidente.

Sea como sea, en tanto que espectador, tan sólo tengo un consejo que dar, en relación con esta última película de Q. Tarantino: absténganse de verla quienes busquen en el cine temas e historias relevantes, porque al respecto no hallarán en ella sino trampantojos, vanas apariencias; en cambio, podrán disfrutarla l@s estetas, quienes sean capaces de apreciar una buena formalización audiovisual, siquiera sea de meras naderías.




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