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martes, 20 de octubre de 2015

El Club (Pablo Larraín, 2015)


En el inicio (de la impresión) está la imagen: una iluminación pobre e "imperfecta" (a tenor de los cánones dominantes), una textura "sucia" -según aquel mismo tenor- y excesivamente granulada,... Una imagen incómoda, disconforme, que retrata un entorno físico indudablemente bello en cuanto a sus características naturales, pero también degradado, en cuanto hábitat de seres humanos, de la comunidad en la que los personajes protagonistas (esos sacerdotes católicos apartados de la vida social y de su ejercicio "por sus pecados") habitan y transitan, como fantasmas apenas entrevistos -con explícito recelo- por sus conciudadan@s. El entorno perfecto para que acaezca la representación, visualmente agresiva, de una pesadilla agria y violenta.

Una pesadilla que tiene lugar dentro de la casa que alberga a ese particular "club" de sacerdotes "problemáticos": abusadores, según los parámetros (definidos de manera autónoma, sin atender a la ley del Estado) de la iglesia católica misma, por cuanto que ejercieron el poder del que la iglesia les había dotado, como representantes suyos, de manera desviada; no (solamente) para reforzar el poder ideológico (y, por ende, de manera derivada, también económico y político) de la propia organización eclesial sobre las comunidades cuya ideología gobernaban, sino además, también, para satisfacer sus propias pasiones humanas (sexuales, políticas, humanitarias,...).

La pesadilla nace, justamente, a partir del momento en que, en la película, tiene lugar la confrontación entre las estructuras eclesiásticas de poder, apenas visibles en principio (como afirma la hermana Mónica -Antonia Zegers-, en la casa se ora, se canta, se come, se duerme, se pasea... ¿qué apariencia podría resultar más inocente?), con la realidad de sus efectos. Una víctima (Roberto Farías) aparece: una víctima, que lo es al tiempo tanto del poder eclesiástico mismo como del abuso de dicho poder  por parte de algunos de sus agentes; que ha sufrido abusos sexuales a manos de un sacerdote, pero que también de él recibió las creencias (religiosas, católicas) que le dominan, que le enloquecen, que le ahogan.

La confrontación con una víctima del poder por parte de los perpetradores, allí donde (como ocurre en el micro-ambiente que la trama de la película presenta: una comunidad abandonada, también al parecer por todos los poderes -no hay presencia significativa del poder del Estado, del poder social, etc.- en un lugar físicamente apartado) las propias estructuras de poder no son capaces de resguardarles, conlleva necesariamente un enfrentamiento de cada perpetrador, de cada agente de poder, consigo mismo, con sus propios fantasmas. Con las deformidades que, en el espíritu humano, el ejercicio del poder sobre terceros contribuye siempre a generar, tanto en la relación con uno mismo como en la relación con el resto del mundo.

La cámara de Pablo Larraín escruta, en primeros planos extremadamente cerrados, el rostro de sus personajes, para acechar, y sorprender, tales deformidades. Deformidades profundamente humanas: sacerdotes que echan de menos el amor y el contacto físico, y sexual; sacerdotes que echan de menos el contacto diario con las personas de sus parroquias; sacerdotes que echan de menos el respeto que recibían. Que expresan, abierta o sutilmente, su asco (hasta el punto del suicidio, incluso) por el rol que fueron llamados a asumir, como agentes de aquel poder ideológico, que ahora los aparta, como trastos ya inútiles para proseguir su estrategia de gobernanza.

Que los aparta, pero que pretende (y consigue), mantener el control sobre sus conductas, sobre sus vidas. En este sentido, resulta decisivo el papel del padre García (Marcelo Alonso), el gobernante de la casa de retiro, el único sacerdote "virtuoso" de entre los personajes: el encargado de preservar el sometimiento de los sacerdotes al poder eclesiástico, de domar las pasiones de aquellos seres humanos, para asegurar el interés de la organización a la que representa. Resulta decisivo, porque, con su papel, con su actuación, cierra el círculo de la dominación: porque tan opresiva es la conducta del buen sacerdote como la del malo; tan sólo resulta mucho más inhumana, aunque también mucho más racional, pues, frente a la lógica de las pasiones, impone la del interés, la racionalidad puramente instrumental, para la que las propias pasiones no son también sino herramientas de poder.

Así, no es la menor de las paradojas -e ironías- de la historia narrada (y no es el menor de los méritos de la narración el ser capaz de ponerlo de relieve) el hecho de que, al final, los intereses, en principio encontrados, de los sacerdotes réprobos y del sacerdote aún leal al interés de su organización acaben por confluir: en la eliminación de las víctimas del poder eclesiástico y de su rastro en la historia, en el control y neutralización de sus posibilidades de defensa; en la impunidad, en suma. En hacer callar a ese Sandokan que, con su verbo oracular y alucinado, se ha constituido -acaso, a su pesar, en testimonio vivo de la crueldad infinita de una organización que, con el señuelo de una promesa de salvación eterna (!!!), deformó, mediante prácticas de poder, su psiquismo hasta extremos inimaginables, e irrecuperables.

Y, en efecto, Sandokan, la víctima, acabará por ser acallada, y (re-)sometida de nuevo (¿y definitivamente?), mediante la violencia, al control del poder eclesiástico. Víctimas irrecuperables y agentes desviados, todos juntos, en una (renovada) comunidad: una suerte de cementerio (de auténticos muertos vivientes), en donde ubicar los restos humanos que el poder va dejando, y desechando, en su dinámica enloquecida de dominación e interés.

Sin duda, una pesadilla: narrada con todos los aires de tal, tan próxima al género del cine de terror en cuanto a los recursos formales empleados para mostrarla en todo su horror. Sólo que, a diferencia de lo que ocurre con los zombies y vampiros que pueblan las películas con una adscripción genérica explícita, aquí, la historia es verosímil, el horror es real. Transcurre en cada esquina, a nuestro lado (en parroquias, confesionarios, colegios religiosos, residencias, etc.), todos los días, sin que muchas veces hagamos nada por enterarnos, cuando hombres, mujeres y niñ@s son sometidas a estructuras de dominación (aquí, ideológica), que les ahorman, reprimen, configuran como sujetos, en pro siempre de un interés (definido, por quien puede, como) "superior", apenas compatible con los derechos y con la dignidad humanas.




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