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lunes, 14 de septiembre de 2015

Wife vs. secretary (Clarence Brown, 1936)


Una y otra vez, la revisión de ciertas películas secundarias del cine clásico norteamericano conduce a sorpresas, debido a su capacidad para realizar (so capa de narraciones de género) comentarios notablemente explícitos acerca de la realidad social.

En concreto, en esta película, que Clarence Brown dirigió en 1936, lo que en principio podría parecer una narración típica de la comedia de la época (de la screwball comedy, con su característica reflexión irónica sobre las consecuencias de la modernización en las relaciones de género) deviene, en virtud de algunos rasgos que adopta su puesta en imágenes, una suerte de enfática declaración en torno a los ideales y a las contradicciones del sexismo moderno.

Es importante, en efecto, la cuestión formal: una trama de enredo amoroso, de celos y de potenciales infidelidades, prototípica del género cómico, es transformada, merced a su formalización audiovisual, en una narración de tono mucho menos irónico, más reflexivo; más serio, en suma. Así, frente al tono característicamente veloz de la screwball comedy, aquí hay tiempo para planos sostenidos sobre personajes que parecen reflexionar sobre sus alternativas amorosas, escudriñar en su deseo e intentar adoptar una decisión (sobre su emparejamiento) que resulte lo más coherente posible con las unas y con el otro.

De este modo, una formalización tan reflexiva de la trama (de enredo, en principio) acaba conduciendo a lo que al inicio señalaba, que vuelve interesante la película: a un auténtico manifiesto acerca de cuál es el modelo de mujer que un varón debe buscar en una relación sexista (y clasista), sí, pero moderna. Y a una reflexión sobre lo quimérico y contradictorio que dicho modelo resulta en realidad.

Van (Clark Gable) es un "triunfador". Lo tiene todo: una mujer enamorada en su casa, éxito profesional y la admiración, el respeto y el afecto de sus subordinad@s en el trabajo. Tiene dos mujeres: una en casa (Mirna Loy), que cubre sus necesidades sexuales y de cuidados; otra en la oficina (Jean Harlow)), que es la "compañera" (sumisa), la auxiliar imprescindible para su labor de emprendedor. Pero ni la una ni la otra está a gusto: una se halla apartada de una gran parte -la profesional- de la existencia de su marido; la otra, buena compañera, se halla oficialmente apartada de cualquier implicación afectiva o sexual con él. Y Van, por su parte, se debate entre ambas, necesitándolas a las dos, sin poder satisfacer a ninguna y sin saber a qué carta quedarse.

La película acaba con un "final feliz", tan impostado como amargo, en la medida en que ninguna de las contradicciones que se han suscitado en la historia tiene verdaderamente resolución en la narración: todas permanecen.

Y justamente es ello lo que vuelve interesante la narración. De una parte, por su capacidad para representar de manera sintética el ensueño sexista moderno: el varón que quiere tener al tiempo a la esposa amantísima del hogar, pero también a la compañera desinhibida, capaz de desenvolverse en el mundo exterior; y siempre, por supuesto, a su servicio, sometida a él. Y, de otra, por venir a poner de manifiesto cómo dicho ensueño es eso, una fantasía, verdaderamente irrealizable. Frustrante siempre, por lo tanto, tanto para los varones que la persiguen como para las mujeres que intenten adaptarse al modelo normativo que se les propone. Porque, en realidad, se trata de un modelo inviable: ningún ser humano puede ser varias personalidades (contradictorias entre sí) al mismo tiempo, tampoco las mujeres. Y, por ello, los varones que persigan tal ensueño tan sólo se aferrarán al humo de su fantasía, evanescente, detrás del cual la terca realidad, material y psíquica, de las mujeres reales, pugnará por reparecer, a pesar de todos los delirios ideológicamente creados.

Una película, por lo tanto, mucho más moderna, y pertinente aún hoy en día, de lo que en principio pudiera pensarse. Puesto que los dilemas del sexismo moderno siguen ahí, atenazándonos, a pesar de la igualdad (formal) de géneros que proclamamos y de la modernidad de la que estamos tan orgullos@s (unos y otras). Modernidad (en valores, en formas de vida) que ciertamente habita entre nosotr@s. Pero que sería erróneo pensar que tenga que ser siempre necesariamente una modernidad igualitaria. Conviene no confundir la ideología de lo moderno (concebido como "avanzado", "progresista", etc) con su realidad, mucho más ambivalente. Pues (como ya nos recordaron en su día T. L. W. Adorno y M. Horkheimer) la dialéctica de la modernidad posee también su lado siniestro, en la persistencia -aunque sea transformadas- de las relaciones de dominación. También de género.




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