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jueves, 4 de septiembre de 2014

Man on a tightrope (Elia Kazan, 1953)


Man on a tightrope es una película que goza de una inmerecida mala fama, por motivos completamente ajenos a ella misma: por su mensaje político aparentemente anticomunista en plena "guerra fría", porque se ha visto como una concesión de un Elia Kazan que acababa de pasar por la experiencia de renegar de su pasado y de dar nombres de posibles comunistas ante el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes,...

Si, en cambio, dejamos a un lado todas estas razones circunstanciales y pasamos a contemplar y a valorar la película por sí misma, entonces lo que hallamos es una brillante muestra del genio de Kazan como director y narrador. Y una historia que, más allá del contexto histórico-cultural inmediato, posee interés por sí misma.

Y es que, en efecto, Man on a tightrope no tiene en realidad nada que ver con el cine político. No, al menos, con lo que se suele entender por tal en demasiadas ocasiones: el cine del esquematismo y de la simplificación, o bien -o además- el cine del melodrama victimista. No, no es Man on a tightrope una película de propaganda, en ningún sentido razonable del término.

Pero, en otro sentido, Man on a tightrope sí que es, desde luego, auténtico cine político. Del mejor: de aquél que muestra, en sus imágenes y en la historia que narra, cómo (de manera siempre inevitablemente compleja y ambigua) tienen lugar, en la realidad (fenomenológica) las relaciones de poder que estructuran la sociedad en cada momento histórico. Y cómo los individuos, atrapados en la redes tejidas por esa estructura social, actúan, e interactúan, de manera contradictoria, debatiéndose por abrir, o recuperar, espacios para su libertad de acción.

Aquí, el conflicto surge (no entre comunistas y "liberales" -sería esta una lectura demasiado burda de la película) entre las personas que pertenecen al "mundo del circo" y las "personas normales". Unas "personas normales" que, como la narración de Kazan se encarga de destacar, aparecen en todo momento separadas del interior del circo: como mer@s espectador@s, fascinad@s, sí, pero también recelos@s, del espectáculo de fantasía que tiene lugar bajo la carpa; e, igualmente, de la forma de vida "diferente" (errante, "amoral",...) que los pertenecientes al circo llevan.


Así, en realidad, los grises burócratas del Estado checo que vigilan, llenos de sospecha, a la troupe circense y sus veleidades libertinas podrían serlo (y, de hecho, lo han sido) de cualquier otro Estado, comunista o no: son los agentes de esa mentalidad socialmente hegemónica que siempre sospecha de la diferencia, e intenta aherrojarla.

Man on a tightrope se convierte así en una suerte de canto a la diferencia. Mas no se trata de un canto ingenuo, porque no se ocultan las tensiones, desigualdades, crueldades e injusticias que, dentro de ese mundo (percibido desde fuera como) libertino, se suceden sin cesar. Es inevitable: aherrojad@s en su marginalidad, l@s diferentes tienden a "comerse entre ellos". Salvo cuando -como sucede en la película- actúan, colectivamente, para liberarse: para transgredir las fronteras, unid@s, quebrantando las normas del poder. (No hace falta pensar en el "telón de acero", podríamos trasladar la anécdota a nuestra Unión Europea actual, y a un grupo de gitanos de albaneses intentando entrar en ella, y el mensaje seguiría siendo el mismo...)

Toda esta historia es servida por la brillantez visual de los planos compuestos por Kazan, que destacan una y otra vez esa diferencia específica de la troupe circense (también sus tensiones y contradicciones internas) y, mediante el montaje, enfatiza la fascinación/ sospecha con la que el resto de la ciudadanía les contempla. (Resultan particularmente seductoras, en este sentido, todas aquellas escenas en las que son los propios guardas fronterizos de Checoslovaquia, los responsables de vigilar a los "socialmente peligrosos", quienes se dejan también atrapar por dicha fascinación... hasta el momento en que descubren -y recuerdan- por qué eran considerados peligrosos. Esta forma de presentar la profunda ambivalencia, aun en los agentes más directos del poder, hacia lo "diferente" resulta en extremo sugestiva.) La imaginería de un Federico Fellini no está muy lejos de tales esfuerzos formales...

Parecería, así, que -viene a decirnos la narración- es solamente el arte, con todo su aparato formal (que lo sustenta y que da lugar a la impresión que causa en sus destinatari@s), lo que es capaz, inteligentemente manejado, de hacer posible la liberación de los grupos marginados. Porque es el único recurso que poseen en exclusiva, y que los demás -l@s "normales"- están dispuestos a reconocerles y a comprarles: su aparente proximidad mayor a las "fuentes de lo real", a la "vida misma".

(Una proximidad que, desde luego, es más mitológica que real -porque no existen tales fuentes de autenticidad-, pero que, en todo caso, ha sido una fuente efectiva de potencia, social y política, para los grupos marginados. Y una mitológica proximidad cuya mercantilización es, precisamente, uno de los caballos de batalla de la industria cultural contemporánea... ¿Se corre, entonces, el riesgo de que se clausure una de las escasas vías para la liberación?)


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