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lunes, 30 de septiembre de 2013

Una cierta tendencia (despolitizadora) en el "biopic" político contemporáneo


Veía ayer Frost/Nixon (Ron Howard, 2008), una película que vale más bien poco, especialmente en lo que se refiere a lo que se supone que pretende contar: enésima versión, mal narrada, del "individualista emprendedor" (el presentador, David Frost -Michael Sheen) frente a la "masa con poca visión", con otro -otro más- rescate en el último minuto (inverosímil, por lo demás). Llama, no obstante, la atención en ella el modo en que es tratado el personaje de Richard M. Nixon (tan siniestro, en la realidad, tanto desde el punto de vista político como desde el moral), lo más interesante de la película: más allá de la excelente interpretación de Frank Langella, lo cierto es que el personaje del ex presidente es mostrado (como lo es en la obra teatral que se adapta, de Peter Morgan) como una suerte de (anti-)héroe trágico. Caído, a causa de su irrefrenable hybris; pero experimentando, en el proceso de entrevistas guiado por Frost, una suerte de anagnórisis, de autorreconocimiento, tanto de su vulnerabilidad cuanto de sus inmoralidades, así como de su derrota definitiva.

Quisiera recordar, a continuación, otra película reciente, The Queen (Stephen Frears, 2006), también con guión de Morgan. Mucho mejor película, sin duda alguna. En ella se nos narran las vicisitudes que Isabel II y la monarquía británica tuvieron que soportar, y las decisiones que tuvieron que adoptar, para enfrentar la oleada emocional (manipulada, por supuesto, por los medios de comunicación) que conquistó a una parte relevante de la opinión pública británica tras la muerte de Diana Spencer. Y, otra vez, la Reina de Inglaterra es presentada como alguien solitario, que ha de enfrentarse a su propia anagnórisis: al descubrimiento de que los tiempos han cambiado y que ya no es capaz de comprender lo que piensan l@s ciudadan@s británic@s (o, al menos, aquella parte, más ruidosa, que resultaba más prominente en aquel momento).

Lo que ambas películas tienen en común -a pesar de su disparidad en cuanto a calidad estética- es, además de un mismo argumentista, un enfoque profundamente moralista, e individualista, a la hora de examinar a sus (anti-)héroes: Nixon y la Reina de Inglaterra, ambos son personajes presentados ante todo como individuos desorientados, sumidos en sus propias tormentas internas (que, se deja adivinar por ambas películas, son intensos). Como individuos atormentados, en situaciones difíciles, que han de adoptar decisiones y asumir realidades que no desean, pero que se les imponen, a la fuerza.

Lo que, evidentemente, está ausente en este planteamiento es, en realidad, la política: no es posible, en efecto, conocer nada acerca de la situación política, ni tampoco de las decisiones políticas adoptadas por ambos personajes, a través de ambas películas. Es más, ni siquiera importa, puesto que el foco de atención está puesto en otro lugar, en los dilemas -estrictamente individuales- a las que los personajes se ven sometidos.

Y tal es la paradoja: en tiempos recientes, existe, en el marco de la narración más estándar (a la cinematográfica me refiero aquí, aunque estoy seguro de que podríamos hacer calas similares en la literatura contemporánea más convencional), una tendencia palpable a abordar problemas y personajes del ámbito político sin hablar, en ningún momento, verdaderamente de política. De aquello que, se supone, justifica el interés de tales situaciones y personajes. De abordar unas y otros, pues, como dilemas morales y/o tragedias (digo bien: no meros dramas, sino -parecería- auténticas tragedias, con sus ineluctables fuerzas superiores) existenciales.



Los ejemplos son muchos más (no achaquemos, pues, a Peter Morgan toda la culpa, él sólo es un caso paradigmático de una tendencia más general, significativa a mi entender). Mencionaré ahora solamente cuatro: De dos de ellos me he ocupado ya en otros comentarios de este Blog: dos películas dirigidas (magníficamente, por lo demás) por Clint Eastwood, Invictus (2009), sobre Nelson Mandela, y J. Edgar (2011), sobre J. Edgar Hoover. Otro más sería Le promeneur du Champs de Mars (Robert Guédiguian, 2005), sobre la figura de François Miterrand. Y, en fin, aunque más timorata en sus modos (pues, al fin y al cabo, Adolf Hitler sigue siendo uno de los demonios oficiales de la ideología demoliberal occidentalista), también Der Untergang (Oliver Hirschbiegel, 2004) se acoge a esta tendencia, de sentimentalizar a los personajes políticos.

Difícilmente puede aceptarse que esta constatación reiterada de similitudes en el enfoque de las numerosas producciones recientes de biopics de personajes políticos famosos resulte casual. Antes al contrario, me parece que nos hallamos ante una tendencia estética consolidada, que obedece además a relevantes razones, no sólo estéticas, sino también políticas (ideológicas). En esencia, la búsqueda de un trasfondo trágico a personajes tan problemáticos como los retratados, sustrayendo la política, sirve para adoptar ante ellos un enfoque chatamente moralista, en un reduccionismo deformante de la realidad: se describen las decisiones políticas como problemas estrictamente personales, existenciales; se esquivan tanto su contexto como sus efectos sociopolíticos; y se vincula, en fin, la decisión con la personalidad (y no, por consiguiente, con la estructura del poder).

Dos son los resultados obtenidos, a través de este procedimiento. Primero, en el plano estético, se lleva al paroxismo el mecanismo narrativo del cine clásico, en el que las acciones constituyen manifestaciones y revelaciones  de la "personalidad" de los personajes: la cadena causal se simplifica, así, hasta la exageración, entre personalidad y acción, ignorando cualquier factor contextual. La narración política se vuelve, de este modo, lo suficientemente simplista como para ser admitida con facilidad en el canon narrativo más convencional.

(Pienso, no obstante, en los fascinantes retratos políticos que nos legó William Shakespeare en sus obras, también centrados en los personajes y en sus pasiones. Y, desde luego, en la comparación palidecen los desvaídos retratos empáticos de personajes que se nos quiere convencer de que "sufren por su destino". Es decir, que, aun en términos estéticos, el resultado resulta mediocre: una narración demasiado desnuda de política y, además, incapaz de penetrar más allá del barato psicologismo de unas descripciones de las emociones pueriles de unos personajes mediocres. Y es que en la narración contemporánea más convencional se ha perdido, en realidad, todo sentido de lo -verdaderamente- trágico...)

Desde el punto de vista político, es obvio que esta despolitización de la política contribuye de forma efectiva a una estrategia propagandística e ideológica más generalizada, en la que la información tiende a concentrarse sobre aspectos anecdóticos e individuales, antes que sobre los grandes cuadros, generales y estructurales.

Hallo, en el cine comercial contemporáneo, dos excepciones a esta tendencia despolitizadora en el biopic político. La primera es Lincoln (Steven Spielberg, 2012): en esta película, la política resulta omnipresente. Obsérvese, no obstante, que en ella se trata de narrar una política "buena": la búsqueda de una reforma constitucional favorable a la emancipación de la población afroamericana. Y, como ya en su momento señalé, esta exaltación de la política acaba también en una exaltación del sistema político que la hizo posible, de sus "altos ideales". Nos hallamos, pues, ante un caso (similar a las series televisivas políticas de Aaron Sorkin -The West Wing, The newsroom) de apologética. Que, por consiguiente, resulta compatible con mi tesis, acerca de la despolitización (del desnudamiento de cualquier componente político polémico, quiero decir) en el biopic político contemporáneo.



La segunda de las excepciones es Nixon (Oliver Stone, 1995). Aquí, en efecto, el director (y co-guionista) es capaz de combinar de forma adecuada la atención a la personalidad del político retratado con el contexto político y con las consecuencias de sus acciones. Es decir, dentro de las limitaciones del género cinematográfico elegido (que, por definición, se concentra en un personaje protagonista), consigue una eficaz combinación narrativa, atenta tanto a la personalidad individual como a la política.

Pero se trata, efectivamente, de una única excepción digna de mención. Mi tesis es, pues: en el cine comercial contemporáneo, el biopic político es, prácticamente siempre, una narración de personajes políticos individuales tratados con todo el aislamiento respecto de la situación política en la que actuaron que resulte posible y descritos con el máximo de empatía (aun en el caso de los más despreciables). Empatía que, obvio es decirlo, se obtiene precisamente a través de ese apartamiento del contexto. (La excepción a esto es algún biopic que es apologético respecto del sistema político -como el de Spielberg-, o algún director aislado -como Stone- que va por libre.)

Empatía que lleva al extremo los procedimientos narrativos del cine clásico, al vincular, de un modo estrecho y casi exclusivo, las acciones de los personajes (políticos) con su personalidad (y no la estructura, sociopolítica, dentro de la cual actuaban); y al promover además, de forma muy explícita, la identificación emocional del/a espectador(a) con el personaje protagonista. Una identificación que posee, desde luego, significación política propia: como en otro momento ya apunté, constituye un recurso retórico fácilmente manipulable, en un sentido político conformista, para hacer compartir al(a) espectador(a) las vicisitudes "trágicas" que "obligan" al personaje a actuar del modo (perverso) en que actuó. Se trata, pues, de un recurso narrativo peligroso. Que, en el biopic político contemporáneo, no es tratado, en ningún caso, con la suficiente prudencia.


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