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jueves, 26 de septiembre de 2013

Arendt en Jerusalén: "banalidad del mal" y derechos humanos


Estuve viendo el otro día Hannah Arendt (Margarethe von Trotta, 2012), la suerte de biopic que la directora alemana ha realizado, sobre el viaje de la filósofa alemana a Israel para cubrir, para The New Yorker, el juicio a Adolf Eichmann, tras su secuestro por el servicio secreto israelí en Argentina, por los crímenes cometidos desde su cargo en la RSHA (Oficina Central de Seguridad del Reich, una de las administraciones principales de las SS), encargado de gestionar las deportaciones de población judía. Narra también, por supuesto, las repercusiones polémicas, en Israel y en Estados Unidos, de la forma en la que Arendt acabó por enfocar el tratamiento de su reportaje.

La película, no obstante, resulta en sí misma superficial, incapaz siquiera de llegar a las honduras -limitadas, desde luego- que otros biopics de figuras intelectuales han sido capaces de alcanzar, a la hora de penetrar en la personalidad de l@s retratad@s y los problemas (políticos, estéticos, morales, filosóficos) a los que se enfrentaron. (Pienso, en este sentido, en una muestra ejemplar del género como Capote (Bennett Miller, 2005), que, asumiendo todas las limitaciones genéricas, su inesquivable condición épica, sin embargo, es capaz pese a ello de profundizar bastante más en los dilemas, estéticos y morales, del escritor a la hora de redactar In cold blood.) Ni la figura de Hannah Arendt queda suficientemente retratada (las referencias a sus vivencias previas al exilio y a su relación con Martin Heidegger resultan risibles, por lo superficiales), ni tampoco la polémica sobre su reportaje (y, luego, sobre el libro a que dio lugar).

Pero, al narrar los orígenes de la redacción de Eichmann in Jerusalem, ver la película hizo surgir en mí el deseo de releer el libro de Arendt. Que, como es sabido, lleva por subtítulo "Un informe sobre la banalidad del mal", concepto este que suscitó en su momento importantes controversias, y que aún hoy merece reflexión y aclaraciones.

Aquí, no deseo intentar sintetizar el contenido del libro, ni tampoco examinar todos sus análisis y conclusiones. Más bien, lo que creo pertinente es detenerme en el contexto ideológico en el que el mismo concepto de "banalidad del mal" es elaborado, así como en las consecuencias, políticas, que a mi entender su desarrollo posee necesariamente.


Arendt parte, en su análisis, de la contraposición -imprescindible- entre el papel de la justicia penal, que es el de establecer la responsabilidad individual por actos también individualizados, y el de la explicación histórica, que pretende proporcionar análisis más globales de procesos más complejos (en los que los individuos están, sin duda, implicados, pero también las estructuras sociales: al decir de Karl Marx, el individuo hace la historia, pero no en las condiciones que él elige). Y destaca que la primera ha de partir del individuo concreto en las circunstancias específicas en las que ha de actuar (y, añado yo, con el Derecho que rige, desde el punto de vista jurídico, sus actuaciones). En este sentido, pone también de manifiesto cómo, en el proceso de Adolf Eichmann, resultó en todo momento difícil, y confuso, mantener suficientemente separados ambos planos de análisis y de valoración, pues la pretensión (con finalidad fundamentalmente política, de legitimación del Estado de Israel y de la ideología sionista, como Arendt valientemente destaca) de instrumentalizar el juicio penal para hacer valer toda la verdad histórica acerca del genocidio de la población judía europea provocó un constante entremezclarse de lo que era relevante para el enjuiciamiento individual que, en teoría, se estaba llevando a cabo, y de lo que era muy relevante en términos históricos y humanos, pero carecía de interés para fijar la responsabilidad penal del acusado.

(Por cierto que la crítica de Arendt -por más que, en realidad, las cuestiones propiamente jurídicas resulten secundarias en el libro, y no estén tratadas con excesiva profundidad- es, a este respecto, completamente pertinente. Y muy instructiva, a la hora de establecer "juicios por la verdad", para esclarecer procesos masivos de violación de derechos humanos: en ningún caso se debería mezclar la cuestión de los derechos de las víctimas -a la verdad, a la justicia, a la reparación- con la de la responsabilidad penal -individual, por actos específicos, conforme a los principios de tipicidad, de responsabilidad subjetiva y de culpabilidad- de personas por dichas atrocidades.)

Pero, más allá de esto, Arendt pone de manifiesto un rasgo, caracterológico y moral, de Adolf Eichmann: su mediocridad, concretada en su capacidad para llevar a cabo de manera efectiva una determinada actividad, en el marco de una organización burocrática (en este caso, organizar las deportaciones de población judía), sin cuestionarse ni la racionalidad ni -mucho menos- la moralidad de cuanto fue decidido en instancias superiores a él, y que él dio en todo momento por bueno.

Debe observarse que, en este contexto, el concepto de "banalidad del mal" no pretende tanto cumplir una función explicativa de los comportamientos humanos -individuales y colectivos- de que se trataba (aunque, ciertamente, los estudios históricos, sociológicos y psicológicos acerca del fenómeno del genocidio han confirmado en su mayor parte las intuiciones de Arendt), cuanto servir más bien como una categoría que permitiese realizar una interpretación global del fenómeno -del genocidio de la población judía europea- y, así, terciar en la polémica acerca de la responsabilidad moral e "histórica" (¡quién sabe qué quiere decir esta expresión!); y, sobre todo (porque es lo que en el fondo importaba más, no el debate teórico), acerca de las políticas para encararlo y evitarlo en el futuro.

En este sentido, el análisis de la autora se ubica en un punto intermedio, y razonable, entre la tesis de la "organización criminal" (en virtud de la cual las organizaciones nacionalsocialistas, compuestas esencialmente por convencidos antisemitas, habría perpetrado -o impulsado, cuando menos- el genocidio) y la tesis de la "culpabilidad colectiva" (que predicaría una responsabilidad generalizada e indiscriminada de todo un pueblo por lo ocurrido con la población judía europea). No descarta (antes bien, las afirma), en absoluto, la existencia de responsabilidades ampliamente compartidas dentro de Alemania (no sólo, pues, de los líderes, o de los agentes de las organizaciones nazis), pero rechaza la idea -esencialmente metafísica- de la responsabilidad colectiva.

Más aún, en lo que aquí más interesa, Arendt viene a mostrar cómo, en una sociedad que ha renunciado (como siempre, por una combinación de prácticas de poder y de aceptación por parte de la mayoría de la ciudadanía) a cualquier cultura de derechos humanos, no es preciso ser parte del liderazgo, ni de las organizaciones dirigentes, para comprometerse (en diferentes medidas, desde luego) en la participación en las violaciones de los derechos humanos. Así, indica cómo una gran parte de la sociedad alemana participó de tal modo: sin necesidad de compartir explícitamente la ideología antisemita propia del nacionalsocialismo (y ni siquiera ningún género de ideología positivamente racista o discriminatoria), por omisión o por acción, buena parte de la ciudadanía acabó participando, con cierto nivel de consciencia, en las actividades necesarias para que el genocidio resultase posible.


Es, precisamente, en este contexto en el que se ubica el análisis y explicación de la -muy polémica- colaboración de muchas organizaciones y líderes judíos europeos en el genocidio: desde el momento en el que aceptaron (como lo habían aceptado buena parte de las sociedades europeas -aunque no todas, como Arendt tiene buen cuidado en señalar, lo que demuestra que no se trataba de un proceso ineluctable) que se podían y debían hacer distinciones entre individuos o grupos de individuos; que una legislación discriminatoria hacia la población de origen judío podía resultar aceptable, y que podían hacerse diferencias entre diferentes grupos de personas de origen judío (por su nacionalidad, por su profesión, por su clase social, etc.), el camino hacia la colaboración estaba ya abierto. Pues, en efecto, se trataba ya (en el caso de los líderes y organizaciones judías, como en el caso de otros líderes, otras organizaciones y otros gobiernos europeos) tan sólo de decidir hasta dónde colaborar: se había renunciado al principio (de la universalidad e individisibilidad de los derechos humanos), por lo que la cuestión se convertía así en una de racionalidad puramente instrumental, sujeta a decisiones prudenciales (más o menos acertadas).

Este libro de Arendt no se ocupa -sí lo hizo en otras obras- de la cuestión de las alternativas políticas para evitar el fenómeno del genocidio. Tres eran, en realidad, las que estaban abierta. La primera era la opción etnicista-nacionalista, que ella siempre descartó abiertamente: si cada "pueblo" -rezaría el principio- tuviese su propia "patria", el genocidio no podría existir, pues cada individuo estaría protegido (por su estado o por el estado-nación a cuya etnia perteneciese). La segunda era luchar por un estado verdaderamente republicano, en el que tod@s l@s ciudadan@s lo fuesen por igual y disfrutasen de los mismos derechos. Tal fue, desde luego, la opción política de Arendt: ella siempre sostuvo que los derechos iban, y debían ir, vinculados a la ciudadanía y a la protección de dicha ciudadanía y de dichos derechos por parte de los estados; que cada estado debía ocuparsese de proteger, sin discriminaciones, los derechos de sus ciudadan@s.

Lo ciertamente paradójico, sin embargo, es que lo que en realidad viene a demostrar el lúcido análisis del libro es más bien que la mejor de la alternativas es -contra Arendt- la tercera: viene a demostrar, en efecto, la importancia de construir -y de consolidar- una cultura de los derechos humanos. Vale decir, un discurso consolidado en torno la conveniencia (tanto desde el punto de vista moral como desde el instrumental) de reconocer a todos los seres humanos un determinado elenco de derechos morales, completamente independientes del Derecho positivo (tanto estatal como internacional), que puedan servirles (tanto individual como colectivamente) como herramientas políticas; de lucha ideológica, de causa para la movilización, la reivindicación y la solidaridad.

Porque, efectivamente, si tal cultura de los derechos humanos hubiese existido, vigorosa, en la Alemania de los años 30 y 40 del siglo pasado, el genocidio hubiese sido -si no imposible- cuando menos extremadamente dificultoso de llevar a cabo. Y sólo ello -aparte del azar histórico- habría podido evitarlo: no (o no sólo) las instituciones políticas y el Derecho positivo; y, desde luego, no los estados-nación. Justamente que aquella cultura de los derechos humanos no existiese es lo que mejor da cuenta de lo que en realidad sucedió: una sociedad anegada de fantasmas clasistas, racistas, nacionalistas y xenófobos (y, en general, una cultura europea bañada de forma generalizada por esas mismas mareas) hizo muy fácil, desde posiciones de poder, desencadenar el proceso genocida, y lograr una amplia colaboración en el mismo por parte de much@s.


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