El melodrama, en tanto que género clásico, se ha ocupado siempre de un modo prioritario de reflejar (y, al tiempo, de reforzar) el régimen de poder en materia de género y de sexualidad.
(Por supuesto, es posible -y deseable- hallar momentos de subversión, más o menos explícita, en los melodramas clásicos, tal y como viene haciendo la teoría cinematográfica feminista y
queer. Es conveniente, además, crear melodramas alternativos -
R. W. Fassbinder o
Todd Haynes serían ejemplos paradigmáticos de grandes directores que lo han intentado con éxito. Y, en fin, por supuesto, debe advertirse, como han hecho los estudios culturales, que entre enunciación -de la narración fílmica- y recepción existe siempre un hiato pleno de indeterminación. Todo lo cual, sin embargo, no desmiente el hecho de que, en su intención y en su interpretación más propia, y además hegemónica, el melodrama clásico genera un discurso de poder sexista y heterosexista.)