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lunes, 31 de diciembre de 2012

El extraño viaje (Fernando Fernán Gómez, 1964): otro cine político


No seré yo quien, a estas alturas, pretenda descubrirle a nadie las virtudes de esta obra maestra del cine español y, en general, del cine mundial. Sí que desearía, no obstante, reflexionar brevemente acerca de los mecanismos empleados para configurarla. Y ello, porque El extraño viaje es una de esas películas (que precisamente por eso resultan tan magistrales) en las que el sentido se deriva esencialmente de su forma.

Comenzaré diciendo que El extraño viaje es una película obviamente política. (Tan obviamente política que es sorprendente que pasase a través del cedazo impuesto por la censura de la dictadura franquista, que se cebó con la vinculación de la trama a la realidad -al "crimen de Mazarrón"-, cuando debería haber estado más bien preocupada por el sentido global de la obra. ¡Gracias sean dadas a la necedad de los censores!) Es política porque lo que narra es una historia terrible, que sólo tiene explicación, muy evidentemente, a partir de una estructura social subyacente, descrita como estremecedora: caciquismo, incultura, sexismo, represión sexual, sumisión, ausencia de oportunidades vitales, miseria, material y moral...


Pero, sobre todo, es una película política, porque (a diferencia de tanto "cine comprometido", vagamente -y cansinamente- discursivo) su forma conduce necesariamente a tales conclusiones, y a ninguna otra posible. En efecto, la esencia de la estructura formal (tanto en el aspecto dramático como en la composición visual) de la película estriba en dos elementos:

1º) La distinción dentro/ fuera (de la casa señorial): Toda la primera parte de la película transcurre mediante la narración en paralelo de lo que está sucediendo en las calles y plazas del pueblo, en donde vive el populacho, la gente común, y lo que mientras tanto está sucediendo (parece estar sucediendo) en la casa señorial, en la que habita la aristocracia. De hecho, en toda esa primera parte, no existe prácticamente comunicación alguna (no parece existir) entre uno y otro ambiente: parecería, pues, que nos hallamos ante dos películas distintas. Ello viene a poner de manifiesto, a mostrar, la escisión de clase que caracteriza la sociedad rural en la que todos viven. Y, sin embargo...

2º) La evolución genérica: La película comienza pareciendo una comedia costumbrista (en la parte que transcurre en las calles del pueblo), pegada a una suerte de comedia fantástica (del estilo, para entendernos, de The comedy of terrors, de Jacques Tourneur), que parece estar ocurriendo dentro de la casa señorial. Y, de repente, en la segunda parte de la película, lo uno y lo otro se aúnan y se disuelven en un drama criminal.

Esta evolución genérica no resulta, desde luego, banal. Antes al contrario, determina, en mi opinión, el significado esencial de la obra. Pues lo que hasta ese momento ha podido parecer la narración de las vidas (separadas) de las dos clases sociales que existen en el pueblo (los aldeanos con su incultura y sus rencores y diversiones pueriles/ los señores, con sus fantasías y obsesiones enfermizas), se ve, de pronto, puesto en relación: los señores pueden elaborar sus fantasías y obsesiones porque el populacho -algunos de sus elementos- colabora, con su participación, a ellas. Y, por su parte, los protagonistas populares (señaladamente, ese Fernando -Carlos Larrañaga- arribista y manipulador) intentan parasitar a los señores, imitándolos, envidiándolos y pretendiendo aprovecharse de ellos. Y es el crimen, precisamente, el medio que se emplea para que los de abajo puedan comunicarse con los de arriba: puedan comunicar su envidia, aprovechando la corrupción de estos.


Al cabo, lo que surge es el retrato de una sociedad moralmente corrupta, a base de clasismo (y de dominación, y de orgullo de clase, y de envidia de clase). Pero un retrato (y en ello, precisamente, estriba su categoria estética, pero también su potencia política) que nos dice que todo lo sucedido no depende esencialmente de los personajes: que no podría haber ocurrido de otro modo (al menos, no de otro mucho mejor), porque la situación -la realidad social- demandaba comportamientos así de repugnantes.

Todo esto es -aproximadamente- lo quiso retratar Luchino Visconti, con muchísima más retórica y mucho menos acierto, en La caduta degli dei. Fernando Fernán Gómez (y, por supuesto, sus guionistas), en cambio, lo refleja con sencillez: con una sencillez que vuelve a esta pequeña película una verdadera bomba política (carente, no obstante, de las alharacas usuales en el "arte comprometido"): formalmente rigurosa, dramáticamente impecable; y políticamente corrosiva.




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