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miércoles, 11 de enero de 2012

Contra la izquierda voluntarista, en favor del realismo político


Cuando leo y escucho la mayoría de las reflexiones políticas que predominan en nuestra izquierda hoy, una pregunta, desde hace ya tiempo, me viene atormentando (y el Movimiento 15M no ha hecho sino agudizar mi tormento a este respecto):

¿Por que la izquierda habla constantemente -hasta el aburrimiento- acerca de la "voluntad" y de las "intenciones", de lo que hay que hacer,... (y -en negativo- de traición, de "vendidos",...), cuando debería estar hablando sobre todo de fuerza y de poder, de lo que puede -o no- hacer?

Pues, si bien es claro que sin intención no hay acción, también lo es que sin fuerza tampoco. Y, precisamente, es de fuerza de lo que andamos más bien escasos (que no de buenas intenciones). Y no sé si, en este contexto histórico, los debates sobre buenas y malas intenciones, sobre lo que deberíamos o no hacer (¿pero podríamos?), cobran algún sentido realista. Antes al contrario: parece un ejemplo paradimático de pensamiento mágico atribuir a entes volátiles (por ejemplo: la falsía de la burocracia sindical) lo que es perfectamente explicable en términos materialistas (por seguir con el ejemplo: la imposibilidad de recurrir, por parte de esa misma burocracia, con alguna garantía de éxito a las técnicas tradicionales de protesta sindical).

Planteado en otros términos: ¿cuándo decidió alguien, en la izquierda, que bastaba con querer algo con la suficiente fuerza (¡y con decirlo lo bastante alto!) para que se volviese posible? ¿Quién pensó que era una buena idea esquivar el (sin duda, crudo) problema de enfrentarse al poder extraño y derrotarlo (o ser derrotados)? Porque hoy hacemos asambleas que -tras arduos debates- acuerdan programas espléndidos... que nunca serán aplicados. ¡Si tenemos en marcha incluso sedicentes "procesos constituyentes", que parecen abocados a no salir jamás del papel, ni a enfrentarse -como deberían- a la constitución material de nuestra sociedad: a destruirla (derrotando previamente a sus perros guardianes) y a sustituirla, cual se supone que es la misión de un proceso constituyente! (¡Qué diferencia con Ecuador o con Bolivia!)

Albert O Hirschman (en su excelente Exit, voice, and loyalty) apuntaba que, cuando pertenecemos a una organización y -como es el caso del Estado- no podemos (en términos realistas y colectivos) abandonarla, entonces sólo subsiste una alternativa racional: cambiarla. Pero, por supuesto, cambiar algo no equivale (aunque lo presuponga) a decir que se quiere cambiar... Limitarse a esto último es antes intentar huir (ficticiamente: hacia la propia fantasía) que otra cosa. O, de otro modo: emplear el discurso de izquierdas tan sólo para expresarse (a modo, pues, de mero simulacro). Lo que está bien, pero, en tanto que gesto político, resulta notoriamente insuficiente.

La identidad de una persona de izquierdas debería basarse exclusivamente en los valores morales que acoge y, por consiguiente, en los fines que persigue; pero no en la forma de su racionalidad (teórica e instrumental), que no puede ser idiosincrásica. Pues, en verdad, racionalidad teórica e instrumental -y política- existe solamente una: hay hechos verdaderos y hechos inexistentes; y hay alternativas de acción ineficaces y otras eficaces. Todo ello es común a la derecha y a la izquierda. (Si no lo es, alguien está equivocado: me temo, a la vista de los resultados obtenidos, que es la izquierda.)

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