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jueves, 10 de noviembre de 2011

Jodaeiye Nader az Simin (=Nader y Simin, una separación) (Asghar Farhadi, 2011)


El cine iraní (que logramos ver en Occidente) nos ha acostumbrado a narraciones acerca de la vida cotidiana: en efecto (y dejando al lado el caso, muy particular, de Abbas Kiarostami -que ha ido evolucionando hacia una creciente abstracción), lo más valioso (y visible) de dicho cine asume la herencia del neorrealismo, para presentarnos escenas de la vida cotidiana, con toda su complejidad, sus dilemas y su riqueza. (Como espectador europeo, aburrido de la mayoría del "cine social" de nuestro continente -particularmente, del adocenado cine español de tal género- no puedo dejar de mirar hacia ello con envidia y admiración.)

Jodaeiye Nader az Simin constituye un ejemplo más de tal estilo: con su habitual panoplia de excelentes interpretaciones naturalistas, una cámara inquieta que atisba los comportamientos de sus actores y actrices, un guión apoyado tanto en los diálogos como en los silencios, etc.

Sin embargo, la película puede ser vista, además, como un penetrante examen de la interrelación entre desigualdad social, emociones (incluyendo el sentimiento de culpa) y sistema jurídico. Nader (Peyman Moaadi) y Simin (Leila Hatami) han decidido separarse, pues los proyectos vitales de cada uno de ellos transita por sendas diferentes. Y, en dicho contexto, de reajuste de las relaciones familiares y de las formas de vida cotidiana de cada un@, tiene lugar un incidente: un pequeño incidente (una empleada doméstica embarazada, un enfermo de Alzheimer, una caída accidental, un aborto)... que da lugar a la agudización de todos los conflictos interpersonales que estaban latentes, y que pasan a convertirse en verdaderos conflictos jurídicos. Así, lo que hasta ese momento eran conflictos de pareja, familiares, laborales y entre ricos y pobres, pasan a ser motivo de denuncias y querellas criminales.

Y, en ese momento, la película viene a poner de manifiesto cómo los conflictos, antes que apaciguarse, tienden a quedar fuera de control. La intervención, en efecto, de los órganos del Estado (policiales, judiciales) aumenta la tensión. Y ello, porque la misma es incapaz de penetrar en los conflictos subyacentes: ni en las interacciones (conflictivas) preexistentes, ni en las emociones que las mismas suscitan en l@s agentes. De manera que el Estado actúa ante los síntomas más palmarios de dichos conflictos y de dichas emociones. Mas nunca para afrontar estas y para resolver aquellos.

En tiempos en los que la opinión ciudadana mayoritariamente ingenua (ansiosa de seguridad, y manipulada para tener miedo a la complejidad y a la contingencia) tiende -a derecha e izquierda- a confiar ciega e irracionalmente en el Derecho como fuente de resolución de conflictos, no es malo volver a constatar, al hilo de una narración, lo que, por lo demás, resulta innegablemente de la evidencia empírica acumulada por la Sociología del Derecho: que el Derecho sólo puede, fundadamente (vale decir: racionalmente), pretender cumplir funciones de reducción de los conflictos a magnitudes que no pongan en peligro la estabilidad social; mas nunca de verdadera eliminación de dichos conflictos. Y que, en concreto, el Derecho Penal ha de limitarse -si se actúa con racionalidad- a reprimir los fenómenos más llamativos de desviación social desestabilizadora. Y que, por consiguiente, cualquier otro objetivo que se atribuya al sistema jurídico será absurda, si no (las más de las veces) contraproducente.

Que, por lo tanto, los conflictos, tanto interpersonales como colectivos, han de resolverse (si es que se resuelven) al margen del Derecho... o aun contra el Derecho.

Me parece, por ello, que es esta una película de gran valor didáctico, para reflexionar acerca de todas estas cuestiones. Ello, por supuesto, además de su estricto valor cinematográfico: sin hallarnos ante una obra particularmente innovadora, la viveza que (gracias a un guión bien construido y clausurado, las interpretaciones naturalistas de actores y actrices y la composición visual de planos y movimientos de cámara -clásica, pero capaz de enmarcar de modo claro y revelador las acciones dramáticas que se pretenden mostrar, no sólo en su exterioridad, sino en el impacto emocional y motivador que las mismas producen sobre los personajes) cobra su representación hace seguir fácilmente con interés (humano, si no estético) el devenir narrativo y dramático de la historia.




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