X

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

miércoles, 13 de julio de 2011

Arno J. Mayer: The Furies. Violence and Terror in the French and Russian Revolutions


En este segundo libro de Arno J. Mayer que leo (Princeton University Press, Princeton/ Oxford, 2000), el autor se enfrenta a una cuestión que viene perturbando el debate político desde las revoluciones mismas, a izquierda (inquieta por las implicaciones morales) y derecha (feliz de poder emplearla como arma propagandística): ¿cómo y por qué los procesos revolucionarios (el libro se limita a Francia entre 1789 y 1815 y a Rusia entre 1917 y 1939) dieron lugar al empleo masivo del terror (primer momento en el que se emplea políticamente este término, con el éxito en tanto que tópico propagandístico que hoy conocemos que ha llegado a tener) por parte del poder estatal, con el fin de consolidar las revoluciones y los nuevos poderes?

Para buscar una respuesta (distante de todos los simplismos, tanto de izquierdas -trotskistas, anarquistas- como, sobre todo, de derechas -el moderno pensamiento conservador, que abomina de cualquier cambio radical, bajo la excusa de que trae siempre consigo violencias inaceptables y, según pretenden, completamente únicas), Arno J. Mayer aborda un amplio análisis histórico, en el que pone de manifiesto, por una parte, los diferentes procesos de empleo del terror a lo largo de ambas revoluciones: terror "desde abajo", por parte de las clases tradicionalmente oprimidas y explotadas, en contra de sus explotadores, aprovechando el aflojamiento de la coerción a la que estaban sometidos; violencia desorganizada por parte de quienes (sobre todo, entre el campesinado) se resistieron a las exigencias procedentes de los nuevos poderes revolucionarios, vistos como ajenos y extraños (y dudosamente legítimos, a sus ojos); terror contrarrevolucionario, organizado y dirigido por las clases poderosas, en contra de la revolución y de sus agentes; y, en fin, terror "desde arriba", por parte de los nuevos poderes, con el fin de acabar con la resistencia del campesinado y de intimidar a la población susceptible de apoyar -o que efectivamente apoyaba- a las fuerzas contrarrevolucionarias.

Por otra parte, Mayer intenta explicar también concienzudamente el contexto de la violencia (en este sentido, su análisis es bastante más completo y convincente que el que realiza Domenico Losurdo, en su Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra, aunque en el fondo transite por las mismas vías explicativas): lucha de poderes y de legitimidades (entre revolución y contrarrevolución); recurso constante a la venganza (por agravios y violencias previas, reales o pretendidos), como forma de intimidación de enemigos e indecisos, así como de reafirmación y galvanización de los propios partidarios; un abismo sociocultural entre campo y ciudad, que hizo que minorías revolucionarias urbanas hubiesen de gobernar una sociedad mayoritariamente campesina y culturalmente extraña; el papel, siempre reaccionario, de la religión organizada, creando bases ideológicas y organizativas para organizar la resistencia campesina y, a veces, la contrarrevolución; y, finalmente, un contexto internacional en el que las revoluciones estaban siendo acosadas -bien que de forma incoherente, pero real- por parte de las potencias extranjeras, tentadas por aprovechar geopolíticamente la debilidad de -respectivamente- Francia y Rusia y crecientemente propensas a favorecer el aplastamiento de los procesos revolucionarios, para evitar cualquier indeseable contagio.

En este contexto, la dinámica de (primero) la violencia y (luego, progresivamente) el terror resultó imparable. La pregunta, claro está, es si cabía en realidad otra alternativa. Si hubiese sido posible una revolución sin violencia y sin terror. Y, aunque Mayer no da una respuesta categórica a esta pregunta (al fin y al cabo, una pregunta acerca de contrafácticos no admite una respuesta suficientemente fundada desde el punto de vista científico), uno tiende a responder, casi con certeza, que no.

No, porque la revolución se topó frontalmente con la contrarrevolución. No, porque la revolución se topó también (algo menos frontalmente, pero también de un modo efectivo) con la intervención extranjera. Y no, porque cualquier esfuerzo revolucionario (por sustituir un poder constituyente por otro y, con ello, no sólo las fuentes de la soberanía, sino también la definición de la comunidad política, el reparto del poder político, la delimitación entre esfera pública y esfera privada y los criterios más esenciales para la resolución de los conflictos sociales), si -como ocurrió en la Francia de finales del siglo XVIII y en Rusia en 1917- es lo suficientemente radical, hallará (además de resistencia contrarrevolucionaria, por parte de quienes disfrutan de poder y de privilegios en la situación anterior) resistencia, pasiva y activa, de amplias capas de población que no comparten la experiencia histórica, el imaginario cultural ni los valores morales de los movimientos sociales motores de la revolución. Porque, en suma, cambiar el sistema de dominación política en cualquier sociedad (mínimamente compleja) resulta ser siempre un proceso muy dificultoso. Y, por ello, necesariamente conflictivo.

¿Y entonces? Entonces, en mi opinión, sólo cabe asumir dos cosas. Primero, que (en contra de una cierta "mística" de la revolución, que atenaza a cierta izquierda) los procesos revolucionarios son así de complejos, de conflictivos, de traumáticos. Que no hay, pues, soluciones simples, ni limpias. (Por lo demás, ya Niccolo Macchiavelli nos advirtió lúcidamente en contra de la tentación de construir teorías hipermoralistas de la política, completamente inanes.)

Y, en segundo lugar, puestas así las cosas, el dilema es, como siempre, el de la proporcionalidad, entre fines y medios. ¿Cuánto vale el cambio revolucionario? ¿Compensan los beneficios de la revolución sus daños (en términos de violación de derechos humanos)? En contra del deontologismo más radical, soy de los que piensan que no existe una respuesta moral unívoca a estas cuestiones: la máxima "fiat iustitia, et pereat mundus" no me parece un buen criterio de ética política (y, menos aún, uno aceptable en una sociedad cultural y moralmente pluralista). Al contrario, creo que el afrontamiento del dilema moral subyacente resulta siempre ineludible... No pienso, desde luego, que valga para ello -como un utilitarismo burdo propondría- con una cuantificación de individuos beneficiados y dañados. Pero algo de eso deberá haber (más matizado, si se quiere), si no queremos atarnos al carro del conservadurismo, a la aceptación de que la injusticia y la infamia resultan ineluctables.


Más publicaciones: