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sábado, 16 de abril de 2011

Never let me go (Mark Romanek, 2010)


En la ideología moderna, el individuo se caracteriza ante todo por ser un centro de sentimientos. Parece cierto, en efecto, que la (re)invención de la sentimentalidad (individualista) constituye uno de los elementos centrales de ese proceso que Norbert Elias dio en llamar "proceso de civilización" y que ha culminado -a través de su fragmentación- en nuestras desnortadas existencias contemporáneas.

Pero, ¿es eso todo? No, desde luego: a pesar de todos los empresarios morales y de cuanto gestor de la emocionalidad ha surgido (con buenas -religiosos, gurús, voluntarios- o no tan buenas -lunáticos, estafadores, demagogos- intenciones), para intentar ayudarnos a manejar nuestros sentimientos, la ideología moderna siempre ha sido reacia a afrontar la faceta más material de nuestra existencia: esa que es plasmada en carne, que se desarrolla y se corrompe. Esa, en fin, que trabaja y produce (praxis/ poiesis).

A veces, un buen tropo contribuye a iluminarnos, tanto más que cien manidos discursos verbales. Y es eso lo que ocurre, según creo, cuando uno ve -con ciertos ojos- Never let me go, la película que Mark Romanek ha dirigido, a partir de la novela de Kazuo Ishiguro. Porque puede observar, desde fuera (a ello contribuye una puesta en imágenes que tiende a distanciarnos de la historia narrada), cómo los seres humanos -esos peculiares seres humanos pergeñados en pantalla, con fecha de caducidad preprogramada- se afanan en torno a sus sentimientos. Y cómo, mientras tanto, otros deciden por ellos acerca de lo que, en realidad, más importa: acerca del destino de sus cuerpos.

Metáfora teológica, podría pensarse. Y es cierto, es fácil hallar la correspondencia semántica con discursos propios de la Antropología Filosófica, acerca de la condición humana (y, en su caso, de su relación con la divinidad). Yo, sin embargo, prefiero verla más bien como una metáfora política. (Tal vez porque me interese más... o quizá porque, en tanto que metáfora meramente existencial, la misma resultaría trivial, por conocida, y por impotente para generar nuevas iluminaciones.) Como una representación, en efecto, de la escisión, propia de nuestras sociedades, entre un "mundo interno" (mental) invadido por la sentimentalidad y por la (sedicente) "libertad de elección", y un mundo material -tanto el de la praxis como el de la poiesis- en el que nuestros cuerpos son pura carne: carne para la máquina, productiva.

Es esta, precisamente, la constatación que los protagonistas de la historia se ven forzados a afrontar (y que a nosotr@s, más afortunad@s o más estúpid@s, en general se nos oculta): que no importa cómo ni cuánto sientas, que no importa qué opines, si en verdad estás abocado a donar tu cuerpo (vale decir: tu verdadera existencia) a un sistema social que te emplea como mera carne, fungible. Es esta la constatación que les aboca a la melancolía, al terror; a la desesperación.

Mark Romanek demuestra, así, que el drama romántico y la historia de horror no están, verdaderamente, tan alejadas. Que se trata tan sólo de un problema de perspectiva: de saber ver las cosas con la suficiente amplitud de miras, y pasar así del uno a la otra.

Veía hace algunas semanas Sanxia haoren (Naturaleza muerta), la película que en 2006 dirigió Jia Zhang Ke, acerca del impacto de la construcción de la presa de las Tres Gargantas sobre la vida de algunas personas, trabajador@s que se ven implicad@s de algún modo, directa o indirectamente, en la misma, así como habitantes de los pueblos inundados por la presa. Recordé, entonces, Never let me go (de estética tan diferente), porque, bien que de un modo oblicuo, viene a contar, en el fondo, casi lo mismo. Naturalista, desapasionada, aquella; dramatizada, alambicada, expresiva, esteticista, esta última.

Y, curiosamente, pensé también que acaso es Never let me go, a pesar de su vocación indudablemente más comercial y menos realista, aquella de las dos películas que puede revelarnos más acerca del mismo tema. No sólo por su mayor explicitud, sino también por su puesta en imágenes: los tonos grisáceos, las imágenes caducadas, la frialdad clínica y hospitalaria reflejada en sus visiones, nos dicen tanto más de la melancolía, de la desesperación y del horror en el que se vive que los personajes de Jia Zhang Ke, pugnando por preservar, pese a todo, su dignidad.




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