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jueves, 3 de marzo de 2011

También la lluvia (Itziar Bollaín, 2010): ¿existe un racismo de izquierdas?


Ayer, viendo esta última película de Itziar Bollaín, desentendido ya de la sarta de tópicos y fantasmagorías en las que, pretendiendo realismo (social), naufraga la película, me sorprendí reflexionando acerca de lo verdaderamente curiosa que resulta -por más que la costumbre nos haga olvidarlo- nuestra notable incapacidad para empatizar con la posición del Otro, y representarla. Bollaín y su acartonado "cine social" constituyen un ejemplo paradigmático del tal incapacidad; aunque tan sólo uno, entre otros muchos.

Tomemos, en efecto, el caso de la "guerra del agua" en Cochabamba (Bolivia) en 2000, que es el contexto en el que se desarrolla la historia narrada en la película. El conflicto es simple: un gobierno que privatiza un servicio público esencial, la empresa privada que asume la gestión del servicio eleva desmesuradamente los precios, la mayoría de la población no puede hacer frente a los mismos e inicia la protesta, reivindicando un derecho al agua efectivamente accesible para todos y todas. Frente a ello, las autoridades optan por zanjar las protestas por la vía de la represión.

¿Por qué, entonces, si es un conflicto perfectamente sencillo y perfectamente universal (ya que se trata de defender un derecho humano), Bollaín (y su guionista, Paul Laverty) adoptan dos decisiones tan cuestionables -ética y estéticamente- como son las de otorgar el mayor protagonismo de la película al "componente indígena" y al "componente español"? Pues lo cierto es que la película, en el contexto de la "guerra del agua", se concentra, tanto desde el punto de vista dramático como desde el visual, en la presunta especificidad "cultural" de los indígenas (parecería: de todos y de cada uno de los pueblos indígenas, sin distinción alguna -con un indigenismo de pacotilla, altamente revelador); y, por otra parte, en la "toma de conciencia" -para emplear la manida expresión, aquí completamente pertinente- de los españoles y españolas (y -por razones de producción- mexicanos y mexicanas) sobre la "realidad" de los países empobrecidos del Sur. Una "realidad" que se compone de todos y cada uno de los tópicos miserabilistas que el mal cine social y la mala publicidad de algunas -las peores- ONGs, con su poder ideológico, han transformado, a los ojos de los occidentales aquejados de (impotente) mala conciencia, en la Realidad por antonomasia.

En otras palabras: ¿por qué, si la película pretende ser tan política, no se da la voz a quienes deberían ser los verdaderos protagonistas, porque lo fueron del conflicto? ¿A los y las pobladores de Cochabamba (o, incluso, a las autoridades de la época, representadas en la película por un malvado de opereta, prácticamente irrelevante)?

¿Por qué, en definitiva, contemplar el conflicto político completamente desde fuera, desde la óptica del turista, que sólo ve indígenas llamativos y pobres combativos, en donde lo que hay en verdad son personas -cualquier persona- explotadas, luchando por sus derechos?

Si descartamos desde un principio la explicación conspirativa (nadie creerá que Bollaín y Laverty -o, para el caso, Ken Loach, en buena parte de su lamentable cine más reciente- carecen de buenas intenciones sedicentemente "progresistas"), entonces hay que inclinarse por una explicación de tinte estructural. Parecería, en efecto, que lo que lleva a guionistas y director@s repletos de buenas intenciones a perpetrar películas que acaban por resultar políticamente despreciables (por negar la voz a los supuestos protagonistas de la historia narrada y sustituirlos por unos pretendidos y falseados "representantes" -indígenas, occidentales comprometid@s-, cuando no por peleles, por estereotipos), además de -o, precisamente, por- estéticamente inanes, es su temor a no ser comprendidos por l@s espectador@s. Hipótesis que nos permite abandonar el cómodo terreno de la crítica a un@s determinad@s autor@s de obras de arte (al fin y al cabo, de gustibus no est disputandum, se suede decir), para entrar de lleno en lo que, a mi entender, es el meollo del asunto: la naturaleza de la mala conciencia "progresista" occidental contemporánea.

Y es que ocurre, en verdad, que hay que sospechar que la abundancia de información y de preocupación por lo que ocurre en los países empobrecidos no siempre va unido a una actitud de respeto hacia la dignidad de las personas que viven en ellos. Que la mirada mayoritaria sobre todo ello es -en el mejor de los casos- la de un "observador distante, con una distraída atención": no nos suele importar comprender, menos aún solidarizarnos (en el sentido estricto de la expresión: trabajar juntos -que no equivale a la mera lamentación). Al contrario, comenzamos por marcar distancias: nosotr@s (estamos convencidos de que) no somos ell@s. Y, como no lo somos, nuestra mala conciencia nos dice que algo debemos hacer para ayudarles (a que sean como nosotr@s). Eso sí, sin excederse.

En este contexto, sobra la política (actuar juntos contra el enemigo común), que exige comunicación, alianza, compartir, hacer juntos. Basta con la ayuda, con la caridad (aun disfrazada de solidaridad). Con ello nuestra laxa conciencia viene a quedar ya satisfecha.

En este contexto, hacer obras de arte cediendo la voz al Otro resulta exótico. ¿A quién le puede interesar? ¿Y cómo no, entonces, inclinarse más bien por representar a ese Otro, a dotarle de una voz -milagros de la ventriloquia- más inteligible, más amigable, la que nuestra mala conciencia nos exige (pero no más)?

(Se comprende que estoy intentando describir un fenómeno ideológico, no material: ya sé que casi todo en él es falsa conciencia. Pero no importa, también la ideología resulta causalmente efectiva: sobre todo, si se trata, como es el caso, de afrontar las políticas de la representación -del Otro.)

¿Existe, pues, verdaderamente un racismo de izquierdas? La pregunta puede parecer provocadora. Sin embargo, y por las razones que he intentado exponer, yo respondería que sí: existe. Es aquello que, con una encantadora expresión eufemística, solemos llamar "paternalismo". Aquella visión de las realidades que les resultan ajenas a los y las intelectuales (aquí empleo la expresión en su más lato sentido: a los y las elaborador@s de discursos ideológicos) en la que las mismas son completamente cosificadas; como lo son, de hecho, las personas (las empobrecidas, explotadas, oprimidas) que en dichas realidades viven, y gozan, y ríen, y luchan, y sufren, y aman, y mueren, y...

Todo ello, no obstante, a ojos de aquell@s constructor@s de discursos, parece carecer de importancia: porque niegan (relevancia) a su voz y a su experiencia, que tan sólo pueden ser representadas (por terceros), mas nunca directamente presentadas. Y porque dicha voz y dicha experiencia se convierten, en los discursos hegemónicos -también en los sedicentemente "progresistas"- en meros tópicos: armas, a emplear en las guerras culturales de occidente, nada más. ¿Puede haber algo más racista y menos kantiano, por más que se disfrace de "rollo cumbayá"?




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