Don DeLillo viene defendiendo, en sus novelas (en particular, en: Players, Mao II y The falling man) y en algunos otros textos (In the ruins of the future es el más significativo de ellos), que el “terrorismo” constituye –entre otras cosas- una reacción de sujetos eminentemente modernos ante el (por emplear la expresión de Castoriadis) “ascenso de la insignificancia”. Que constituye, pues, una manifestación más –siniestra, si se quiere- de la lucha por el sentido, en contra del nihilismo, a la que se ve ineluctablemente abocado el sujeto contemporáneo. Afirma, así, que esa función pudo ser cumplida alguna vez por el arte, pero que hoy, para las grandes masas de individuos contemporáneos (más autónomos que nunca), ya no puede hacerlo. De manera que quienes (algunos de esos individuos, los más sensibles, los más creativos…) antes creaban arte, hoy necesitan dar lugar a algo más real, cual es los devastadores efectos del “terrorismo”. Crear una narración que se vuelva real a través de los actos violentos.