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jueves, 21 de octubre de 2010

"Le silence de la mer", de Jean-Pierre Melville: sobre los riesgos morales de la identificación del espectador(a)


Léase detenidamente la siguiente historia:

El Poder se impone, imperativo, irresistible. Un Hombre (un varón), sin embargo, fiel a sus convicciones, opta por la resistencia pasiva, la única posible para él en tal ocasión. La Mujer que le acompaña le sigue en su actitud: tal vez por convicción, tal vez tan sólo por ese hábito de las mujeres “bien educadas” de seguir a su varón.

Entonces, aparece el Agente del Poder: no es un malencarado esbirro, no. Al contrario, es una persona simpática, amable. Sensible a la posición que ocupa, a la imposición que supone, para el Hombre y para la Mujer.

Además, es alguien inquieto. Para nada un mero burócrata, el Agente del Poder es ante todo un soñador: el Poder está para traer la felicidad a esa tierra, quienes se le oponen se equivocan. Hay mucho bueno, desde luego, en los hombres y mujeres que se oponen; mucho que preservar en ellos y ellas. Pero deben aceptar el hecho de que el Poder es invencible. Y, además, beneficioso para todos.

Son muchas las cosas que el Hombre y la Mujer comparten con el Agente del Poder: el amor por el arte, la sensibilidad, la inquietud idealista.

El Hombre y la Mujer, alejados ya de la caricatura del esbirro que en su mente existía, no pueden dejar de aproximarse a ese Agente del Poder, tan humano, tan simpático, a medida que escuchan sus ideas y sus inquietudes, que contemplan cómo se sincera ante ellos, sin intentar ejercer ninguna coacción adicional (a la que el Poder mismo representa ya de suyo). Mantienen su actitud de resistencia, desde luego (su ética no les permitiría otra cosa) sobre su conciencia libre y resistente. Simpatizando, sin embargo, cada vez más, secretamente con el Agente del Poder. (La Mujer, incluso, acaso le desea también un poco.)

El lugar que les reúne se convierte, así, en una suerte de refugio: parecería que, allí, el Agente del Poder deja de serlo, por un instante; y que el Hombre y la Mujer pueden relajar su atención resistente. Parecería, por un momento, que todos ellos pueden ser simplemente seres humanos, comunicándose, compartiendo.

Entonces, el Agente del Poder resulta, incidentalmente, desengañado con dureza de su idealismo: el Poder no quiere realizar ideales, el Poder no desea componendas, el Poder tiene objetivos firmes, que han de lograrse a cualquier precio. Ese agente tan humanista que allí le representa no es el mejor de los agentes. Ciertas medidas, duras, inhumanas, inevitables, han de ser tomadas. Y el Agente del Poder debe comprender que ello es así: sin excusas, sin posibilidad de elusión alguna.

El Agente del Poder descubre, entonces, cuál es la esencia de ese Poder al que representa. Pero, educado como está para representarlo, tan sólo es capaz de un vago gesto: solicitar un traslado. Para empezar a ejercitar sus funciones, más fielmente (de acuerdo con los modos que el Poder desea que sus agentes mantengan en todo momento) en otro lugar: en un lugar distinto, en el que esos hombres y esas mujeres representantes que se convertirán en sus víctimas (y del Poder) no le sean conocidas.

El Hombre, la Mujer, a pesar de su resistencia pasiva, no pueden evitar compadecerse del Agente del Poder. Saben que va a practicar el mal, imponiendo en cualquier otra parte ese Poder que ellos aborrecen. Y, sin embargo, la común condición de humanidad que con él comparten, les conduce a comprenderle, acaso más que a las víctimas que pronto estarán en sus garras. Nunca podrán, de hecho, librarse del recuerdo de aquel ser humano, Agente del Poder, que con ellos compartió tan buenos tiempos, y que tan trágico destino hubo de soportar.

Reflexiónese, a continuación, acerca del modo –extrañamente peligroso- en que puede la retórica interferir en el análisis racional. Sobre cómo los largos planos fijos de Jean-Pierre Melville, los monólogos de Werner von Ebrennac (Howard Vernon), la voz en off del tío (Jean-Marie Robain) y las miradas perdidas de la sobrina (Nicole Stéphane)... Todo ello nos lleva a hacernos, también nosotr@s, algo cómplices (siquiera sea pasiv@s, siquiera sea emocionales) de un terrible agente (trágico, sin duda, pero también moralmente deleznable) de un poder tiránico.




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