X

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

miércoles, 11 de agosto de 2010

Sobre emancipación, conservación y mutación culturales: algunas reflexiones al hilo de otras de Pasolini



Leo con inquietud, con malestar casi, I giovani infelici, el ensayo que encabeza las Lettere luterane de Pier Paolo Pasolini. El rechazo in toto (no obstante: dolorido, que asume su propia responsabilidad en tanto que adulto y que intenta comprender aquello que condena) de la “nueva juventud”, nacida de la “liberalización de costumbres” de los años sesenta es radical (aquí y en el resto de las Lettere, así como en los Scritti corsari). Pasolini, en efecto, se ubica en la posición de padre (un padre ideal, universal), señala con lucidez la suerte de “mutación antropológica” –la expresión es suya- a que ha dado lugar dicha transformación social y cultural y enjuicia sus resultados: una completa pérdida de las tradiciones culturales populares y su sustitución por un simulacro de cultura, producido por la industria cultural con finalidades de promover el consumo; y, por consiguiente, un nuevo mecanismo de dominación y de alienación (cuando las tradiciones culturales populares actuaban –de modo ambiguo, cuando menos- como instrumentos de liberación).
Lo leo con inquietud y con malestar porque quien lo dice es Pasolini, cuya inteligencia y sensibilidad, honestidad y valentía, así como su compromiso progresista, resultan tan admirables. No estamos, pues, simplemente ante un retrógrado o ante un conservador quejumbroso, sino, antes al contrario, ante alguien que, comprometido profundamente con la idea de emancipación, se pregunta angustiadamente qué es lo que la sociedad ha hecho (hemos hecho) para producir un cambio tan negativo, so capa de un sedicente “progreso”.

Uno ha de admirar necesariamente la lucidez de quien en 1975 percibe cuánto ha cambiado la realidad social y cuánta está siendo ya la –por emplear la expresión de Richard Sennett- “corrosión del carácter” que se produce con la transformación social, aun si todavía el proceso de implantación de la gubernamentalidad neoliberal estaba todavía en sus inicios (de hecho, aún se estaban esforzando las clases dominantes en aplastar los últimos restos de la rebelión).

Me cuesta más trabajo, sin embargo, aceptar su valoración global acerca de estas transformaciones. Pues, si yo (que pertenezco ya, sin duda alguna, a una generación cuya juventud y madurez han transcurrido plenamente por los cauces –liberalización, industrias culturales, consumismo, etc.- que Pasolini lúcidamente señalaba) considero, por ejemplo, cuánto sexismo y cuánta homofobia había (con todas las honrosas excepciones que se quiera: hablo en términos generales) incluso en los medios más izquierdistas de los años cuarenta o cincuenta y lo comparo, en cambio, aun con la mentalidad de jóvenes “tradicionales” (políticamente conservadores) de nuestros días, veo cuánto han cambiado algunas cosas, y no siempre para mal.

Es cierto: la liberalización de costumbres estuvo íntimamente unida a la reducción de la cultura propiamente popular (esto es: nacida de la propia clase trabajadora) a contornos extremadamente estrechos; a restos mantenidos como mero folklore, pero también (y tal vez esto Pasolini no lo toma suficientemente en consideración) a las prácticas sociales de la vida más cotidiana. En lo demás, las costumbres liberalizadas que se asumieron tenían como modelo ideal el de esa entelequia ideológica constituida por la (fantasmal) “clase media”. De manera que, en buena parte de sus hábitos sexuales, de consumo, de vivienda, de trabajo, de diversión, etc., las clases populares actúan cada vez más como remedos –más o menos aproximados, más o menos impotentes- de aquel modelo, renunciando a “sus” (el posesivo resulta problemático, dado que el poder también incidía necesariamente sobre las mismas) tradiciones.

(Hay otro efecto de estas transformaciones que me parece también importante -aunque no tenga que ver, directamente al menos, con la sociedad y con la política: me refiero al hecho de que la disolución de las tradiciones deja al sujeto expuesto más crudamente a su miseria existencial; al sinsentido, al absurdo, al acabamiento. Ello puede ser visto también como algo positivo -clarividencia- o como algo negativo, como desesperación. Siendo seguramente más justo, en realidad, compendiar ambas valoraciones.)

La pregunta, entonces, es si –más allá de la nostalgia- el cambio cultural ha de ser valorado, en términos globales, como positivo o no, desde el punto de vista moral.

(Desde el punto de vista estrictamente político, es obvio que la valoración ha de ser, cuando menos ambivalente. De una parte, se han producido, sin duda alguna, algunos procesos de –relativa- emancipación, como los experimentados por las mujeres, por las orientaciones sexuales tradicionalmente concebidas como “anormales” y, en general, por formas de vida diversas –nudismo, naturismo, okupas,… De otra, sin embargo, la erosión de las tradiciones culturales de la clase trabajadora ha contribuido a limitar muy significativamente su capacidad de acción colectiva –y, con ello, su capacidad de resistencia, de solidaridad y de rebelión. De cualquier modo, en último extremo, la pregunta decisiva es –antes que la política- la de si las nuevas costumbres son, moralmente, mejores que las anteriores.)

Y la pregunta no constituye una elucubración meramente intelectual. Antes al contrario, existe toda una tradición en el pensamiento de izquierdas que apuesta por el conservadurismo antropológico: en contra de la tendencia de la dinámica social del capitalismo a que –en palabras del Manifiesto comunista- “todo lo sólido se desvanezca en el aire”, dicha tradición apuesta por la preservación de las formas culturales tradicionales, liberándolas de sus contenidos y formas vinculados a la dominación. Y ello, por entender que sólo conservando sus formas culturales pueden los grupos sociales mantener el control sobre su identidad, sobre sus proyectos… y, en definitiva, sobre su destino. Un ejemplo reciente, entre nosotr@s, de esta tradición antropológicamente conservadora –ellos se definen, explícitamente, así- de cierta izquierda sería, en el plano de la teoría, el libro de Santiago Alba y Carlos Fernández Liria, El naufragio del hombre. Y es sabido que, en lo que a la práctica se refiere, a la misma pertenece buena parte del movimiento ecologista, algunos sectores de tendencia obrerista y muchos nacionalismos de izquierdas (incluyendo buena parte de las tendencias indigenistas, tan presentes hoy en el pensamiento político progresista).

(Se observará, por consiguiente, que no estamos –al menos, no de un modo simple- ante una contraposición entre modernismo y postmodernismo: no se trata sólo de una apuesta, posmoderna, por la diversidad como valor, sino que sectores que se reconocen, desde el punto de vista ideológica, más bien como parte de la tradición emancipadora de raigambre ilustrada –obrerista- se adhieren a esta propuesta.)

Dejemos ahora a un lado la cuestión (capital, sin embargo, en la práctica) de los límites medioambientales al modelo de sociedad posible. Dejemos también de lado la cuestión de la justicia. Esto es, preguntémonos tan sólo si, de entre los diversos modelos de sociedad medioambientalmente viables y (razonablemente) justas, es preferible uno con más tendencia al dinamismo y a la diversidad (prometeica, podríamos denominarla), o bien una más apaciguada y, al tiempo, más solidaria (comunitaria, la denominaré). Es obvio que, si la pregunta atiende a preferencias personales, tendrá que ver únicamente con la relativa aversión al riesgo que la personalidad de cada individuo, psicológicamente, contenga. (En este sentido, yo confieso mi preferencia –estética- por una sociedad más bien prometeica, antes que comunitaria. Y, seguramente, Karl Marx –hombre del siglo XIX, al fin y al cabo- hubiera estado conmigo…) Ahora bien, parece que la pregunta ha de ser más bien si, desde el punto de vista moral, uno u otro modelo resulta –en el extremo- preferible. Y, a este respecto, me permito manifestar mis dudas acerca de que pueda darse una respuesta: una respuesta, quiero decir, que no tenga que ver con la estética, antes que con la ética.

En ejemplos: ¿cabe argumentar racionalmente acerca de la preferencia moral (ceteris paribus: esto es, resultando las dos medioambientalmente sostenibles y suficientemente justas) por una sociedad de buenos vecinos antes que por una de misántrop@s o de aventurer@s suicidas? Me permito dudarlo.

(Se podría objetar que en realidad la condición ceteris paribus que he impuesto resulta de imposible cumplimiento: que no cabe que una sociedad de misántropos resulte medioambientalmente sostenible y suficientemente justa. No obstante, aunque no pueda ser explorado aquí en profundidad, creo que ello no es cierto (de hecho, constituye uno de los puntos en los que discrepo del pensamiento político republicano y sigo apostando por la vieja idea liberal de John Stuart Mill). Pues tanto la cuestión medioambiental como la de la justicia dependen, esencialmente, de las decisiones políticas que se adopten, colectivamente; y estas, a su vez, de los procesos de toma de decisiones que se hayan configurado para ello. Mientras que, por su parte, optar por la buena vecindad o por la misantropía, o por el suicidio, son decisiones individuales ulteriores –enmarcadas, pues, dentro de la estructura social que previamente las decisiones políticas, entre otros factores, haya conformado. Y, aunque es cierto, desde luego, que las decisiones políticas son sólo una parte de los factores que configuran la estructura social, y que otra viene derivándose de las propias interacciones, individuales y colectivas, entre los sujetos, no lo es menos que ello sólo podría llevar a justificar –en el más tradicional estilo liberal, no republicano- limitaciones a las formas de interacción, mas nunca modelos ideales para las mismas.)

Si esto fuera así, las amargas palabras de Pasolini valdrían, sí, como presagio del desastre político que la gubernamentalidad neoliberal ha traído (en buena medida: ya he indicado más arriba que, pese a todo, los datos no son completamente inequívocos) sobre las clases trabajadoras. Aunque quizá no tanto como punto de partida para un proyecto de emancipación, como han querido ser tomadas por parte de una cierta tradición de la izquierda.

Más publicaciones: