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jueves, 1 de julio de 2010

"La mujer rubia", de Lucrecia Martel: culpa y personalidad



Esta película viene a ser la -en mi opinión- mejor "adaptación" hecha en cine de la novela Crimen y castigo, de Fyodor Dostoyevski (a pesar de que en realidad no lo sea). O, mejor, la más fiel reapropiación, actualizada (a los parámetros culturales y filosóficos contemporáneos: nihilistas, no dependientes ya -como lo eran, aun en crisis, los de Dostoyevski- de la concepción cristiana del mundo), de la misma. Y ello, debido a que tanto la historia narrada como las formas de la narración se ajustan muy adecuadamente al tema.

(En comparación, tengo la oportunidad por estos mismos días de ver Crime and punishment (Josef von Sternberg, 1935), que sí que es una adaptación directa y explícita de la obra de Dostoyevski. Siendo, como lo es, una película espléndida, sin embargo, constituye el otro polo, dicotómico, frente a las opciones narrativas adoptadas por Martel: la opción por la explicitud melodramática, volcando consiguientemente el trabajo de imagen -iluminación, cámara- también hacia una expresividad orientada hacia la creación de tal pathos -para entendernos: al modo de un Henry King. Todo ello, al servicio de una narración mucho más moralista... como lo era, por lo demás, la original de Dostoyevski.)

Lucrecia Martel, en efecto, nos cuenta, tanto a través de las palabras y -sobre todo- acciones de los personajes como mediante una medida composición de los planos (muy cerrados sobre la protagonista y su entorno físico más inmediato, con una iluminación apagada), los efectos disolventes que sobre la condición de persona conlleva la culpa asumida, pero no expiada. Verónica (María Onetto) se va deshaciendo ante nuestros ojos en tanto que sujeto, en la medida en que, debido a las constricciones sociales (al cabo, se trata de una mujer escasamente autónoma: de clase media, pero muy sometida al poder del patriarcado), se muestra incapaz de afrontar su culpa (irrelevante si fundada o no: la película no lo revela, porque carece de importancia). En la aterradora -por ligera de tono- escena final, la cámara nos muestra ya a un ser borroso, cuya identidad se disuelve paulatinamente.

Y es que, en efecto, aun en un entorno que sea culturalmente abierto y plural y moralmente nihilista (diría más: sobre todo en dicho entorno), la ética cumple una función de orientación, para el grupo, pero también individual, que se revela esencial: el individuo moralmente desorientado difícilmente actúa como una única persona, dotada de identidad. Antes al contrario, tiende a desintegrarse en un cúmulo incoherente de emociones y deseos. Precisamente, porque la moralidad constituye, más aún en tales circunstancias, un elemento capital para la generación y mantenimiento de la identidad.

(Lo cual, por cierto, viene a desmentir tantas jeremiadas acerca de la pérdida de valores, procedentes de los conservadurismos de toda laya. Pero también una ingenua -o interesada- concepción de una "sociedad sin ataduras" que la modernidad ha querido vendernos como modelo de vida, y que se demuestra completamente impracticable y, además, extremadamente destructiva, tanto colectiva como individualmente.)

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