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miércoles, 12 de mayo de 2010

Soluciones, haberlas, haylas: acerca de garantismos falsos y de desconsideraciones verdaderas hacia el Derecho Internacional de los derechos humanos

(Reproduzco a continuación el artículo que acabo de publicar en el blog Justicia Internacional y Franquismo: El Caso Contra Garzón)

Creo que podremos estar todos de acuerdo en que, sin duda alguna, en el debate presente acerca de la investigación judicial de los abusos de derechos humanos ocurridos durante la guerra civil y el franquismo están sobrando histeria y exabruptos y, en cambio, se están echando de menos argumentaciones sólidas, y jurídicas. Ahora bien, contra lo que muchos dan a entender, la carencia de una argumentación jurídica sólida no es tanto un defecto de las víctimas (y de sus familiares, y de sus defensores) que reclaman verdad, justicia y reparación, cuanto de quienes impugnan la investigación judicial (los querellantes contra el juez Baltasar Garzón, pero también todos los intelectuales y periodistas de la derecha que han salido en tromba en su contra, así como buena parte de los juristas que, en voz más alta o más baja, comparten los recelos hacia la iniciativa)… Y, lo que resulta más grave, dicha falta de profundidad en la argumentación jurídica parece haberse contagiado también a la Fiscalía General del Estado, a la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional (que se han opuesto –en el segundo caso, con significativas voces discrepantes- a la investigación) y a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (que pretende encausar por prevaricación al juez instructor). Es decir: no es que las víctimas, llevadas por su comprensible deseo de justicia, hagan oídos sordos a lo que dice el Derecho. No, lo que está ocurriendo es, precisamente, lo contrario, algo que debería sorprendernos (si, por desgracia, no estuviésemos ya acostumbrados): que, frente a reclamaciones sólidamente fundadas en Derecho, un sector de la opinión pública y –menos comprensiblemente- una gran parte de nuestro mundo jurídico están dispuestos a, una vez más, hacer un “uso alternativo del Derecho” (práctica que, sin embargo, cuando en teoría todos critican acerbamente), tomando de él lo que les interesa e ignorando aquella otra parte que podría y debería fundamentar la obligación del Estado español, y de su administración de justicia, de investigar. Veámoslo.

De entre todos los argumentos que están siendo empleados por parte de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo para imputar un delito de prevaricación al juez Baltasar Garzón, dos son los principales que atañen al núcleo del asunto: uno tiene que ver con la naturaleza del delito de detenciones ilegales que se pretendía investigar; y el otro, con el efecto extintivo de la responsabilidad penal derivada de dicho delito producido por la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía. (Restarían, pues, además otras tres cuestiones: la –meramente procesal- de la competencia de uno u otro órgano judicial sobre dicha investigación. El argumento –bastante poco serio- de la extinción de la responsabilidad por la muerte de ¿todos? los responsables. Y, sobre todo, la de la interpretación que debe darse al delito de prevaricación judicial, tema sobre el que los autos del Tribunal Supremo están pasando de forma extremadamente superficial, cuando en realidad debería haber llevado ya, cualesquiera que sea la opinión que se defienda sobre los asuntos que aquí se examinan, a declarar la atipicidad de la conducta del juez.) A continuación, examinaré tan sólo el primero de los argumentos, el relativo a la tipicidad de las detenciones ilegales y su eventual prescripción, para poner de manifiesto cómo están operando y argumentando nuestros sedicentes “garantistas”, “positivistas” y “legalistas” para, escudándose en (una visión sesgada de) el Derecho, evitar resultados que político-criminalmente no consideran deseables. Resultados que, no obstante, sí que resultarían compatibles (y aquí estriba la trampa, en negarlo) con el Derecho positivo, además de ser muy valiosos en términos político-criminales (reducción del nivel de impunidad, satisfacción de derechos humanos), en términos meramente políticos y también en términos morales.

En efecto, en relación con cada una de las cuestiones jurídicas suscitadas, la posición defendida por quienes impugnan la posibilidad jurídica de investigar judicialmente los abusos de derechos humanos de la guerra civil y del franquismo consiste esencialmente en aferrarse a la legalidad… y, de paso, en hacer caso omiso del resto del Ordenamiento jurídico español. A estas alturas, resulta, desde luego, bochornoso tener que volver a recordar cuál es el contenido de los artículos 10, 95 y 96 de la Constitución española (por no hablar además de los valores superiores de nuestro Ordenamiento jurídico): en esencia, que los tratados internacionales firmados y ratificados por el Estado español forman parte del Ordenamiento jurídico español y son, por ello, inmediatamente aplicables; que su contenido no puede ser dejado sin efecto por ninguna norma con rango de ley o inferior, sino solamente por la propia constitución; y que, en el caso de tratados internacionales en materia de derechos humanos, estos son elementos clave para la interpretación de los derechos fundamentales constitucionalmente reconocido (como, por ejemplo, el derecho a la tutela judicial efectiva de las víctimas).

Sólo desde esta ceguera selectiva hacia una parte de las normas de nuestro ordenamiento jurídico (disfrazada, sin embargo, bajo los respetables ropajes del positivismo jurídico) se puede entender que se afirme tajantemente, por ejemplo, que el delito de detenciones ilegales (arts. 198, 200, 201 y 474 del Código Penal de 1932/ arts. 184, 186, 187 y 483 del Código Penal de 1944/ arts. 163, 165, 166 y 167 del Código Penal vigente, así como los preceptos correspondientes en cada caso del Derecho Penal militar) nada tiene que ver con la conducta de “desaparición forzada” definida en el art. 2 de la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas. Pues parece evidente que, a día de hoy, y en tanto no se produzca la deseable reforma legislativa que incorpore un tipo penal más específico, los tipos del Código Penal antes citados deberán (tanto por razones de orden sistemático como de índole valorativa) ser interpretados también a la luz del precepto de la Convención acabado de mencionar (como consecuencia de lo dispuesto en el art. 4 de la misma Convención). De este modo, todas las “desapariciones forzadas” (que no resulten subsumibles en el art. 607 bis.2,6º, como delitos de lesa humanidad) habrán de ser reconducidas, hoy, a los tipos penales de las detenciones ilegales.

Es cierto, no obstante, que la vigencia de los principios de legalidad penal y de irretroactividad de las normas penales desfavorables obliga a hacer matizaciones: así, hechos ocurridos bajo la vigencia del Código de 1932, que no contenía un tipo cualificado de detención ilegal sin dar razón del paradero de la víctima, sólo podrían ser imputados a través de los delitos de los arts. 198 ó 474 (tipos básicos de detenciones ilegales cometidas, respectivamente por funcionario público o por particular). Y, sin embargo, hechos acaecidos después del día 2 de febrero de 1945 (fecha de entrada en vigor del nuevo código) podrían ser castigados ya a través del tipo cualificado referido, contenido en el art. 483 del Código Penal de 1944 (aunque habría de aplicarse la pena del art. 166 del Código hoy vigente, por resultar más favorable al reo).

En este sentido, un examen comparado entre, de una parte, los preceptos penales mencionados del Código Penal de 1944 y del vigente y, de otra, la definición de “desaparición forzada” contenida en el art. 2 de la Convención pone de manifiesto que tan sólo hay un caso claramente abarcado por esta y que nunca podría quedar cubierto por aquellos sin hacer analogía in malam partem: me refiero al caso en el que una detención haya sido legal y posteriormente se oculte dicha detención y el paradero de la persona detenida. Sin embargo, dejando a un lado este supuesto (que, a los efectos que aquí nos ocupan, resulta marginal), todos los demás, esto es, aquellos en los que la privación de libertad haya sido ilegal ab initio, o en los que la misma haya devenido tal, podrán ser subsumidos en el tipo cualificado de detención ilegal señalado. Así pues, no es en absoluto claro, como se pretende, que nos hallemos ante dos clases dispares de conductas (y una de ellas, penalmente atípica). Antes al contrario, como he intentado demostrar, el tenor literal de los tipos penales (único límite que el principio de legalidad penal impone) admite, y las razones sistemáticas y valorativas imponen, una interpretación del Derecho Penal que castigue las “desapariciones forzadas” a través del Derecho ya vigente. Conclusión a la que, es obvio, no cabe oponer como argumento el (empleado, sin embargo, en el Auto denegatorio del sobreseimiento de las querellas por prevaricación) de que los bienes jurídicos protegidos sean diferentes. Puesto que tal argumento es uno de política criminal, que no puede resultar concluyente, por lo tanto; especialmente cuando, como es el caso, se sustenta en un planteamiento política criminal harto cuestionable desde el punto de vista moral.

No existe, pues, aplicación retroactiva del Derecho cuando, con respeto exquisito a los límites impuestos por el tenor literal de los tipos (pero únicamente a estos), se interpretan estos, en virtud de hondas razones valorativas (y sistemáticas), conforme a la política criminal inspirada por el Derecho Internacional de los derechos humanos. Y cuando, así, se subsumen –con los límites apuntados- conductas de “desaparición forzada” en los tipos penales (en los cualificados, especialmente) de detención ilegal.

Si esto es así, entonces la única razón por la que una investigación judicial de delitos de detención ilegal no podría tener lugar en nuestro Ordenamiento sería la prescripción de los delitos, dado el tiempo transcurrido desde que empezaron a ser cometidos (y dado que no existe una declaración general de imprescriptibilidad de dichos delitos). Y, sin embargo, para que dicha prescripción pudiera ser estimada, sería necesario que se constatara, en todos y cada uno de los casos examinados, que las víctimas de los mismos fueron muertas o puestas en libertad. Pues, en caso contrario, es decir, siempre que pudiera caber alguna duda acerca de tal hecho, cabría dudar también acerca de si no ha continuado produciéndose, desde el momento en que se inició la privación de libertad, esa prolongación del momento consumativo (con mayor propiedad: la continuación ininterrumpida de una acción típica duradera: aprehender, primero, y luego mantener retenida a la víctima), que caracteriza a las detenciones ilegales como delito permanente.

Afirmar tajantemente que tal posibilidad no existe (como hace el instructor de la querella contra el juez Garzón), sin la más mínima investigación judicial acerca de los hechos, resulta cuando menos sorprendente (¡en un caso de tanta gravedad!), por no decir que muy negligente en cuanto motivación de una resolución judicial. Especialmente cuando, como parece ser el caso, además de las acciones de detención ilegal contra personas adultas hubo también otras contra menores, recién nacidos incluso. ¿Es posible, en estas condiciones, excluir, sin investigación alguna y sin que quepa duda razonable de ninguna clase, la posibilidad de que alguna de las detenciones ilegales aún no esté prescrita? Y, sobre todo, ¿es posible excluir dicha posibilidad si se considera que la prescripción no puede comenzar mientras el delito en cuestión no podía, de facto, ser perseguido, dada la favorable disposición durante largo tiempo (cuando menos, hasta 1978, si no más tarde) del estado responsable de la persecución –en este caso, el español- a preservar la impunidad de los perpetradores?

De nuevo, una interpretación pretendidamente garantista (y muy discutible: piénsese, por ejemplo, en lo que hoy dispone explícitamente el art. 132.1 del Código Penal acerca del cómputo del plazo de prescripción de los delitos cometidos contra menores) del Derecho Penal es empleada selectivamente, para favorecer la impunidad de abusos de derechos humanos, en franca ignorancia de lo dispuesto por el Derecho Internacional de los derechos humanos (y de su interpretación por parte de los organismos internacionales): del art. 8 de la Convención, en concreto. Es cierto, el plazo de prescripción, hoy, del delito de detención ilegal sin dar razón del paradero de la víctima es de quince años. Las denuncias investigadas por el juez Garzón son del año 2006, con lo que el plazo de prescripción habría debido finalizar más allá de 1991 para que el delito no estuviese prescrito. (Pero, ¿no había habido antes ninguna otra, que interrumpiera el plazo de la prescripción? ¿Ninguna, y ninguna actuación judicial, desde 1978?) Y, sin embargo, teniendo en cuenta las disposiciones de la Ley de Amnistía y la –todavía hoy reiterada- negativa del Estado español a investigar estos delitos, cabría dudar de si verdaderamente se han cumplido ya las condiciones que el art. 8 de la Convención exige para que el plazo de prescripción empiece a correr... Y, en todo caso, cabría dudar si la solución procesalmente más idónea no sería, después de la pertinente investigación acerca de los hechos, el mero sobreseimiento provisional de las actuaciones, nunca el sobreseimiento libre, a tenor de lo dispuesto en el art. 779.1 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, dada la dificultad para clarificar adecuadamente lo sucedido.

Son todas estas, desde luego, cuestiones discutibles y complejas, susceptibles de diferentes interpretaciones. Pero que tienen que ver –en ningún caso deberíamos olvidarlo- con el mayor de los escándalos de derechos humanos en los que el Estado español se ha visto implicado en el siglo XX (en contra sus propios ciudadanos y ciudadanas) y con una de las mayores oleadas de criminalidad que su ciudadanía ha tenido que soportar. Sorprende, por ello, la ostentosa falta de sensibilidad (¿o notoria voluntad de impunidad?) del poder judicial español para buscar soluciones político-criminalmente atendibles al problema, aun dentro del más escrupuloso respeto a las garantías. Porque, como he intentado demostrar, tales soluciones jurídicas (que no deberían sustituir a una solución política, por vía legislativa, más global, pero que sí que pueden complementarla, y aun impulsarla), haberlas, haylas.

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